¿Tienen razón los agoreros y estamos en medio de la más global de las crisis económicas? Viendo los elementos que convergen en la actual coyuntura parece que sí, porque nunca antes el sistema económico mundial tuvo tantos factores desencadenantes y agravantes que coincidan en el tiempo: caída de la tasa de ganancia del capital en casi todos los países más desarrollados; severos impactos del calentamiento climático en la actividad agropecuaria y la crisis sanitaria por el SARS-Cov2 que llegó a paralizar los procesos productivos y ocasionó una caída en vertical del consumo. La pandemia también generó enormes dificultades en las cadenas globales de valor por la interrupción de la cadena de suministros (materias primas y bienes intermedios) para la producción. A esto se sumó el inicio, prolongación y agravamiento de la guerra en Ucrania y la consiguiente inflación mundial de precios de alimentos y combustibles. La suma de estos elementos está llevando a la desestabilización del sistema financiero internacional.
De todos los factores mencionados, el que más resalta es la pandemia, al punto que es una creencia muy extendida pensar que la crisis económica comienza con ella, olvidando que antes del año 2020 (el año del encierro) ya habían datos de estancamiento y decrecimiento económico en países de la zona europea y en Estados Unidos, así como ralentización (los flujos económicos se hacen más lentos) en China e India, los países más poblados del mundo.
Aún sin ser desencadenante, la pandemia tuvo un efecto acelerador del deterioro económico, fenómeno ya detectado en diciembre de 2020 por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) de la ONU que reseña en su informe:
“La economía latinoamericana se contrajo en un 7.7% y casi tres millones de empresas cerraron en 2020 a causa de la pandemia. Además, la región registró cerca del 28% de las muertes por COVID-19 a nivel mundial pese a que en su territorio vive apenas el 8.4% de la población del planeta” .
Precisamente en América Latina, la respuesta de los gobiernos nacionales a esta crisis tan compleja puede dividirse en dos bloques.
Por un lado gobiernos como el de Luis Lacalle en Uruguay o el de Guillermo Lasso en Ecuador, trataron de intervenir lo menos posible en el mercado, priorizando el ajuste fiscal a través del cierre de numerosos programas sociales, efectuando cambios que extendieron la edad de jubilación para disminuir los costos del sistema de pensiones, o a través de regulaciones para abaratar costos laborales afectando los salarios reales de forma tal que la fuerza de trabajo se convierta en factor de ajuste de los procesos productivos.
Otros gobiernos asumieron la necesidad de que el Estado tenga un rol protagónico ante la inestabilidad del mercado capitalista mundial, preservando los programas sociales, las transferencias monetarias directas a la población vía bonos y rentas e incrementando la inversión pública. Es el caso del gobierno de Andrés Manuel López Obrador en México, Luis Arce en Bolivia y recientemente Gustavo Petro en Colombia.
Pero no hay que caer en una visión simplista, una especie de “maniqueísmo económico” que de manera automática coloque a los gobiernos de derecha en el primer grupo y a los de izquierda en el segundo. Una mirada tan limitada no podría explicar, por ejemplo, cómo el gobierno de Alberto Fernández en Argentina, que se identifica como progresista y popular, ha seguido la orientación del ajuste fiscal, obligado por la circunstancia de tener que renegociar con el Fondo Monetario Internacional una enorme deuda externa que le heredó su predecesor Mauricio Macri. El acuerdo con el FMI ha condicionado a tal punto sus políticas económicas que el presidente Fernández no ha podido cumplir sus ofertas sociales.
Así las cosas, la pregunta para abrir el debate es: ¿cuál de ambas orientaciones está demostrando ser más eficaz para contener y remontar la crisis?