22/01/2024 (Ciudad de México). Un día como ayer, pero hace 100 años, moría en Rusia Vladimir Ilich Uliánov. Si lo decimos así casi nadie sabrá de quién estamos hablando. Pero si decimos Lenin, habrá bastante gente que se dará cuenta que nos referimos al conductor de la revolución rusa.
Lenin fue el gran articulador ideológico del inicio de la revolución cuando, tras la caída del Zar (Emperador) Nicolás Románov, en febrero de 1917, asumió el gobierno una fracción liberal de la burguesía, representada por Alexander Kerenski, que tras un turbulento período fue derrocado por los bolcheviques (comunistas) dirigidos por Lenin que había lanzado la consigna “Todo el poder a los Soviets”.
¿Y qué eran los Soviets? La palabra rusa significa “Consejos” y se refería a las masivas formas de organización de los obreros, de los campesinos y de los soldados (sí, también los soldados) que retornaban de las trincheras donde el Zar los mandó a morir luchando contra alemanes y austrohúngaros. Volvían del frente, gravemente heridos y profundamente resentidos contra la nobleza rusa, que los había utilizado como carne de cañón para defender sus intereses en la disputa por el dominio imperialista, luchando contra monarcas de otros países en la primera guerra mundial.
Lenin creía en el enorme poder transformador del pueblo organizado y movilizado. Pero también estaba convencido de que la organización y movilización espontáneas no bastaban, que se necesitaba condensar y preservar la experiencia histórica y la conciencia política y la única forma era a través de un Partido Revolucionario. Participó en 1898 en la fundación del “Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia”, que con el tiempo se convertiría en el “Partido Comunista”.
Lenin era comunista porque tenía la convicción de que el camino hacia la liberación de los seres humanos pasaba por la reorganización de las formas comunitarias que el capitalismo, para el desarrollo de la economía mercantil, necesitaba desestructurar y destruir. Publicó en 1899 una de sus obras más importantes: “El desarrollo del capitalismo en Rusia”. En esa obra llegó a una conclusión: para construir el comunismo, la revolución pasaría por una etapa de transición socialista y democrática dirigida por la clase obrera con el apoyo de los campesinos.
Por eso, cuando ocurrió la revolución, el nuevo poder para dirigir la economía y para construir el nuevo Estado, debía ser el poder soviético. Fue también por esta razón que el nuevo país se llamó: “Unión Soviética”.
Necesitaríamos docenas de páginas para enumerar los logros soviéticos, pero baste decir que en cuarenta años convirtió a uno de los países más atrasados de Europa, en la segunda potencia industrial del mundo. Que sacó a cien millones de personas de la pobreza proporcionándoles condiciones dignas de trabajo, vivienda, salud y educación. Que fue el primer país que conquistó el espacio con los cosmonautas Yuri Gagarin y Valentina Tereshkova. Que en la segunda guerra mundial salvó al mundo del nazismo derrotando a los ejércitos de Hitler con un enorme sacrificio de 18 millones de muertos soviéticos.
Pero Lenin, que murió en 1924, relativamente joven (tenía 54 años) luego de un prolongado período de deterioro de su salud tras sobrevivir a tres disparos en agosto de 1918, no pudo ver todas las proezas del nuevo país. Y sólo alcanzó a ver los primeros brotes del mal que terminaría sepultando a la revolución: la burocratización. Contra ese mal dedicó sus últimos esfuerzos y escritos.
La centralización política a que obligó la defensa de la revolución en sus primeros años, rodeada e intervenida militarmente por Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Japón, combatiendo contra ejércitos contrarrevolucionarios en múltiples frentes de batalla, fueron sofocando las iniciales formas democráticas y socialmente participativas sociéticas. En su lugar fue creciendo un Estado cada vez más omnipresente y represivo que nunca pudo retornar a sus orígenes igualitarios.
Recordar a Lenin hoy tiene sentido no sólo porque se trató de uno de los líderes políticos más importantes a nivel mundial del siglo veinte. Tiene sentido porque muchas de sus enseñanzas siguen emergiendo en medio del torrente de mentiras con que la burguesía mundial ha tratado de hacer olvidar definitivamente su legado.