15/05/2024 (Ciudad de México). En su informe de labores del año 2023, presentado ante el Senado este 13 de mayo – la Fiscalía General de la República (FGR) comunica que solicitó al Poder Judicial Federal que se aborde el caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa como un “crimen de Estado”, tal como lo recomiendan los organismos internacionales.
De acuerdo con lo que señala la FGR, el tratamiento del caso como un “delito común” ha dificultado que los procesos judiciales contra los implicados concluyan en sentencias condenatorias debido a la dispersión de los casos individuales entre los juzgados federales y a la heterogeneidad en los criterios de los juzgadores para resolverlos.
En concreto, hasta el momento, de las 17 órdenes de aprehensión emitidas se han ejecutado 10 de ellas, no sin las respectivas acciones de jueces del Poder Judicial de la Federación para liberar a algunos militares presuntamente involucrados. Sin embargo, el caso podría abarcar a una gran cantidad de funcionarios y criminales que aún no han sido vinculados a proceso.
La desaparición forzada de los 43 jóvenes estudiantes de la Normal Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa, Guerrero, ocurrida presuntamente a manos de una célula criminal en septiembre de 2014, encierra una complejidad enorme en materia de derechos humanos. La crueldad y el costo político que los criminales asumieron al desaparecer a los jóvenes normalistas volcó los ojos de la sociedad mexicana hacia Iguala, Guerrero, lo que también dejó ver la punta del iceberg de un complejo entramado de complicidad entre las autoridades de los tres niveles de gobierno y los grupos criminales que operaban en la región.
Esta complicidad se observó no sólo porque – años después se sabría – la Policía Federal, la Marina Nacional y el Ejército tuvieron información en tiempo real sobre el ataque de la célula criminal Guerreros Unidos -en conjunto con las policías municipales de Iguala y Huitzuco- en contra de los normalistas que se encontraban viajando en autobuses rumbo a la Ciudad de México. Según la información develada por las investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa de la Secretaría de Gobernación, las autoridades federales también tendrían información sobre la operación para la desaparición de los normalistas.
Un mes después, la entonces Procuraduría General de la República (PGR) – la encargada de acusar e investigar a los presuntos delincuentes – coordinaría un montaje, buscando con ello dar cierre a la investigación y omitir de los resultados la relación entre Guerreros Unidos y las autoridades de los niveles de gobierno estatales y federales, acusando exclusivamente a las policías municipales y al entonces presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca Velázquez.
Como parte del montaje conocido como “La Verdad Histórica”, autoridades de los tres niveles de gobierno participaron para colocar falsas evidencias en el basurero de Cocula a finales de octubre de 2014 con la finalidad de respaldar la versión obtenida por la PGR mediante tortura y otras irregularidades, lo cual está plenamente documentado en un material al cual accedió el GIEI de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). En el caso del montaje, el material fue grabado por un dron de la Marina Nacional, cuyos elementos también participaron en él, al lado de miembros del Ejército, la Policía Federal, la Policía Estatal de Guerrero y la misma PGR.
Esta actuación deliberada de autoridades estatales para que determinadas víctimas no pudieran acceder a la Verdad, la Memoria y la Justicia, coloca de relieve el costo político que el Estado mexicano en su conjunto estaba dispuesto a asumir para no revelar los vínculos con la delincuencia organizada de muchos de sus funcionarios. Debido a ello, en el segundo informe de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa, se define al montaje como “una segunda desaparición”.
La desaparición de los normalistas es un caso paradigmático porque reúne características de gran parte de los actos de violencia de Estado en América Latina: por un lado, la represión en contra de la disidencia política característica de los regímenes autoritarios y, por otro, la convivencia del Estado con grupos armados de civiles para intereses económicos de carácter ilegal.
En este caso, las víctimas pertenecen a una de las normales más radicales hacia la izquierda, quienes han sido históricos opositores a los gobiernos de todos los partidos. Mientras tanto, los victimarios representan miembros de grupos criminales que, al menos en apariencia, no parecen perseguir un interés político al recurrir a la violencia, sino más bien económico, lo cual lo diferencia de la represión política característica de los regímenes autoritarios de la segunda mitad del siglo pasado en LATAM, generalmente llevada por grupos de paramilitares armados y entrenados directamente por los Ejércitos nacionales.
En México, aunque nuestro país no experimentó un régimen totalitario militar como tal, sí contó con un periodo prolongado de represión del Estado por razones políticas conocido como la Guerra Sucia, promovido y protegido por las más altas autoridades del Estado mexicano entre los años setenta y noventa del siglo pasado. Sin embargo, la caracterización del Estado mexicano como uno de partido único – en vez de una dictadura militar – también ha dificultado que la transición a la democracia repercuta positivamente en el acceso a la verdad y la justicia por casos de violencia estatal por razones políticas, pues ésta ha ocurrido sin alterar en lo esencial las estructuras estatales que permitieron la impunidad desde el siglo pasado.
En ese horizonte de impunidad, entre a finales del siglo pasado y principios de éste, gran parte de las estructuras estatales se permearon por una lógica criminal, derivado de un proceso de descomposición institucional que favoreció la multiplicación de pactos entre autoridades estatales y grupos criminales. El proceso de militarización ocurrido paralelamente sólo terminó por favorecer que los grupos criminales adquirieran cada vez más capacidad armada, incrementando con ello la violencia y los delitos de los cuales se beneficiaban.
Es así como fue posible que un crimen tan atroz, complejo y revictimizante pudiera ocurrir a partir de la madrugada del 27 de septiembre de 2014, que incluye no solamente la desaparición inicial de los jóvenes normalistas, sino el montaje para ocultar la verdad implementado por una estructura estatal que abarca desde el policía municipal de Iguala, hasta el nivel más alto de las autoridades federales. Esas autoridades incluyeron al exprocurador Murillo Karam, quien fue grabado en el video de la Marina mientras daba instrucciones en el basurero de Cocula para construir La Verdad Histórica. En la actualidad, Murillo Karam se encuentra en prisión preventiva oficiosa mientras enfrenta un proceso penal por desaparición forzada y delincuencia organizada.
Por otro lado, la resistencia a permitir el acceso a los derechos a la verdad y la justicia ha tenido repercusiones hasta el momento contemporáneo, las cuales se han manifestado a través de los órganos militares al no permitir el acceso a documentación clave para entender qué ocurrió, tanto en el periodo de la Guerra Sucia, como en la “noche de Iguala” del 26 al 27 de septiembre de 2014. Esto implica que, a pesar de que han existido esfuerzos por parte de representantes del gobierno federal para esclarecer los crímenes de Estado del pasado, también existe resistencia por otro sector de la estructura estatal, lo que incluye a élites militares y miembros del Poder Judicial Federal.
La desaparición forzada es un delito que no prescribe sino hasta la aplicación de la justicia y el conocimiento de la verdad. Debido a ello, se puede considerar que, al menos, existen tres momentos clave para entender el por qué la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa es un crimen de Estado: Primero, la connivencia de los tres niveles de gobierno en la región de Iguala con las células criminales que cometieron la desaparición, identificadas como “Guerreros Unidos”. Además, la desaparición se cometió en conjunto con las policías municipales de Iguala y Huitzuco, es decir, funcionarios del Estado.
Segundo, el montaje conocido como “La Verdad Histórica”, que implicó la actuación deliberada y coordinada del Sistema Nacional de Seguridad Pública (los tres niveles de gobierno en su conjunto) para ocultar hechos que probablemente revelen la colusión del crimen organizado con altas esferas del poder. Tercero, la resistencia por parte de cierta élite militar al brindar la información necesaria para resolver el caso ante las investigaciones especiales iniciadas en el sexenio de la Cuarta Transformación, así como la actuación del PJF ante los casos individuales.