En el argot futbolístico la expresión “Roja directa” se refiere a la expulsión de un partido, sin amonestación previa, de alguien cuando la infracción que ha cometido es groseramente violenta.
Algo así debió pasar en España, luego que hace poco más de una semana el presidente de la Federación Española de Fútbol, Luis Rubiales, protagonizara un hecho de violencia sexista al besar en la boca, sin consentimiento, a Jennifer Hermoso, una de las jugadoras de la selección española que ganó el campeonato mundial de fútbol femenino disputado en Oceanía.
Ocurrió durante la premiación de ese torneo, televisado para millones de espectadores en todo el mundo, lo que da una idea de la prepotencia y el sentido de impunidad con que actúa ese jerarca deportivo. La jugadora, rebasada por las circunstancias, no supo cómo reaccionar ante la agresión, pero apenas pudo dejó en claro que lo ocurrido fue una agresión.
Desde que ocurrió lo que el mandamás llamó casi con displicencia “un piquito”; tiempo corto en días pero intenso en hechos, Rubiales ha hecho todo por convertir su tarjeta roja en amarilla, actuando de la forma más grosera y soberbia que uno se pueda imaginar, al punto que gran parte de la sociedad española –y hasta esa especie de sociedad global que actúa en las redes sociales- le ha estigmatizado como un representante del peor conservadurismo patriarcal dentro de las estructuras del balompié, manejadas casi íntegramente por hombres, incluso en el fútbol femenino.
Me alejo por un momento de Rubiales, que a estas alturas es algo así como un incómodo espectro, luego de la suspensión por 90 días que la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA) le hizo por “comportamiento inaceptable”, a lo que se sumó la declaración lapidaria de Stephane Dujarric quien es vocera de la Secretaría General de Naciones Unidas instando a las autoridades españolas para que actúen contra el machismo.
Lo más esperanzador de todo este desaguisado es la conmovedora reacción en defensa de los derechos de las mujeres tanto en España como en numerosos países del mundo. Lo que más alegra es la constatación de que el feminismo –como todo internacionalismo justo- no conoce de fronteras y goza de buena salud. Lo más Hermoso –así con h mayúscula- es que Jennifer, que vive y juega en México, en las Tuzas de Pachuca, ha recibido pleno e incondicional respaldo de la Liga femenil mexicana, de mujeres futbolistas de todos los continentes y, por supuesto, de todas sus compañeras campeonas del mundo, que decidieron no volver a jugar en su selección mientras siga Rubiales en la Federación.
Pero en medio de lo virtuoso, siempre encontraremos lo desagradable. Algún medio mexicano – el periódico Milenio- publicó varias notas largas laudatorias del dirigente caído en desgracia, destacando su trayectoria o sus relaciones familiares, como si esas cosas estuvieran en debate: un agresor puede ser un buen amigo o un buen familiar pero sigue siendo un agresor. Este esfuerzo en el que seguramente tuvo que ver la oficina de relaciones públicas de la poderosa Federación Española de Fútbol en la que Rubiales aún detenta algo de poder, trató inútilmente de cambiar la tendencia condenatoria al machismo en el deporte. Se los llevó por delante el vendaval de defensa de los derechos de la mujer y tuvieron, casi con vergüenza, que ir poniendo el tema Rubiales al margen y en letra chica.
“La pelota no se mancha” dijo alguna vez Maradona, que también tuvo que confrontarse con los patriarcas de la FIFA, comenzando por Joao Havelange. Tal vez no sea así, tal vez la pelota está muy manchada pero esta pelea está demostrando que así como se ensucia se puede limpiar.