Una característica peculiar del sistema político argentino es la realización de las “Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias”, o elecciones PASO. Son una especie de contienda electoral, cuya primera versión fue el año 2009, en que los partidos y frentes políticos abren sus listas de postulantes a la votación ciudadana, no sólo de su militancia política, sino a todas y todos quienes se registraron en el Padrón Electoral. Y la asistencia ciudadana es obligatoria, bajo sanciones a quienes no cumplan su deber electoral.
Por ello es que son una especie de preelección presidencial que sirve para medir el real respaldo ciudadano con que cuentan los frentes políticos, lo que a su vez permite hacer proyecciones –no siempre certeras- sobre cómo se votará el día de la elección presidencial. En las PASO no se eligen presidentes, legisladores, gobernadores o alcaldes, sino sólo se determina quiénes están habilitados para postular y el apoyo en urnas con el que entran a la contienda. En Argentina la elección general será el 22 de octubre, con una posible segunda vuelta el 19 de noviembre.
Este domingo 13 de agosto se efectuó en el país rioplatense esta singular elección con un elevado ausentismo que superó el 30% del padrón, y con problemas con la votación electrónica que por vez primera se puso en práctica. Resultaron seleccionadas tres opciones presidenciables: con el 30% la del ultraderechista Javier Milei que se define como “libertario” aunque en discurso y acción es un autoritario de las leyes del mercado, con el 28% la de la conservadora radical Patricia Bullrich que es ideológicamente de derecha aunque se diferencia de las recetas extremistas de Milei, y con el 27% la del progresista Sergio Massa que defiende el legado del actual gobierno, en el que es Ministro de Economía.
Con estos guarismos se ha abierto en Argentina un nuevo escenario político inclinado a la derecha, que se definirá en dos meses, siendo la única posibilidad de triunfo de la izquierda progresista gobernante recuperar el voto de los sectores populares decepcionados y que se abstuvieron de ir a votar este domingo.
Hace casi cuatro años, ese mismo pueblo votó mayoritariamente al progresismo, en ese momento representado por el presidente Alberto Fernández, un hombre de ideas moderadas y con demasiada propensión a hacer concesiones. Fernández cedió al poco tiempo de asumir el gobierno ante el Fondo Monetario Internacional (FMI) con el que el anterior presidente, el neoliberal Mauricio Macri, había acordado en vísperas de acabar su mandato un paquete de financiamiento –vale decir endeudamiento- de 57.000 millones de dólares, el más grande asumido en la historia argentina. En vez de denunciar ese ilegal e inmoral acuerdo financiero, aprovechando las duras y excepcionales condiciones que se generaron con la pandemia del COVID el año 2019, el gobierno progresista aceptó un arreglo con el FMI cuyas condiciones impidieron que llevara a la práctica el programa social con el que ganó las elecciones.
Terminó alejándose del pueblo del que nunca debe separarse la izquierda, si es que quiere seguir llamándose tal. En palabras del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que las pronunció a tiempo de hacer un inicial balance de lo sucedido en Argentina: “siempre hay que respaldarse en el pueblo, de él venimos, a él nos debemos, él nos defiende; cuando por hacer concesiones se quiere quedar bien con todos, podemos terminar quedando mal con todos”.
Esperemos que el progresismo latinoamericano saque urgentes lecciones de lo que está sucediendo en Argentina. Si la izquierda gobernante da la espalda al pueblo por hacer negociaciones con los grandes poderes económicos nacionales e internacionales, será la derecha –o peor, la ultraderecha- que con un discurso hasta demagógico confundirá y hasta atraerá a una parte de esas masas sociales.
Por suerte lo sucedido en el país sudamericano ha sido el ensayo general de las elecciones presidenciales, han sido una primarias; ahora se viene la batalla de fondo en que el progresismo sólo tiene una opción de revertir las cosas: recuperar a esos sectores populares decepcionados y hacerlo no sólo discursivamente sino en los hechos, saliendo de la comodidad de sus despachos gubernamentales y volviendo al territorio, a ganar a pulso el respaldo popular, el voto femenino, el voto plebeyo, alertándoles del peligro de perder todo lo avanzado en derechos sociales. Una peligro que ya se encargó eufórico de proclamar a los cuatro vientos el neofascista Javier Milei: “ha llegado el momento de acabar con esa aberración llamada justicia social”.