Abierto en México el debate sobre la elección por voto popular de los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, las miradas comenzaron a volcarse hacia Sudamérica, a Bolivia concretamente, el único país en el mundo cuya Asamblea Constituyente el año 2006 incorporó en la Constitución Política del Estado boliviano una reforma que consagra esta democratización judicial.
El texto constitucional boliviano establece que la potestad de impartir justicia emana del pueblo (Artículo 178), que la ejerce mediante sufragio universal para elegir a las Magistradas y Magistrados del Tribunal Supremo de Justicia (Artículo 182), del Tribunal Agroambiental (Artículo 188), del Consejo de la Magistratura (Artículo 194) y del Tribunal Constitucional (Artículo 198). Es la Asamblea Legislativa Plurinacional (así se llama ahora el Congreso) la instancia que efectúa la preselección de postulantes y lo hace por votación de dos tercios de sus miembros presentes (Artículo 182), remitiendo luego al órgano electoral la nómina de precalificados, mismos que no pueden realizar campaña electoral. Es el Órgano Electoral el único encargado de difundir, en igualdad de condiciones, los méritos de quienes postulan. La elección judicial debe respetar los criterios de igual participación de hombres y mujeres, así como la participación proporcional de naciones y pueblos indígenas originarios (Artículo 147).
Se trata de un sistema complejo, que combina la democracia representativa en la preselección de candidaturas por la Asamblea Legislativa, con la democracia participativa en la elección por sufragio universal del soberano. Pero es únicamente la democratización de un espacio público cuyo hermetismo y mecanismos de exclusión de la participación popular fue defendido, por siglos, como si fuera uno de los fundamentos civilizatorios. La experiencia boliviana demuestra que es posible tal democratización sin que se pierda el equilibrio de poderes ni que lleve al colapso del sistema judicial.
Se ha cuestionado que tal experiencia no logró los niveles de legitimidad democrática, o que tuvo magros resultados en cuanto a elección de magistrados y magistradas con elevados niveles de probidad y competencia.
En cuanto a la legitimidad, los sectores conservadores que buscan prescindir de la votación popular afirman que el nivel de abstencionismo y la cantidad de votos blancos y nulos, son una muestra de que el pueblo no está interesado o capacitado para elegir a los máximos operadores de justicia. Sin embargo, los datos electorales no parecen darles la razón: las elecciones judiciales del año 2011 y las del 2017 tuvieron alrededor del 80% de participación del padrón electoral, lo que es sumamente alto en las democracias latinoamericanas. El porcentaje (alrededor del 50%) de votos blancos o nulos se explica por la limitada campaña electoral pues, como se dijo, la disposición constitucional prohíbe realizar proselitismo. Luego entonces, las y los candidatos no son muy conocidos.
En cuanto a que resultaron electos algunos magistrados y magistradas que después incurrieron en actos de corrupción, no es algo exclusivo de un proceso de elección judicial, sino de todo proceso eleccionario. En prácticamente todas las democracias liberales, desde Japón, Filipinas, Sudáfrica, Inglaterra, Italia, Brasil, Ecuador, Argentina y un largo listado de países, en algún momento de su historia política se han elegido gobernantes incompetentes y corruptos, lo que no ha sido motivo para tratar de anular el derecho del pueblo a seguir eligiendo. Lo mismo aplica para los comicios judiciales.