22/11/2024 (Ciudad de México). Durante este año, una serie de eventos ha colocado en el centro del debate público el posible intervencionismo que el gobierno de Estados Unidos ejerce en la política mexicana a través de las acciones de “combate al narcotráfico”.
Iniciando en febrero con tres reportajes publicados por medios internacionales con información proveniente de elementos de la Agencia norteamericana para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), los cuales apuntaban a un presunto financiamiento proveniente del narcotráfico a las campañas presidenciales de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en 2006 y 2018.
Los reportajes fueron publicados por los medios ProPublica, Insight Crime y Deutsche Welle, por, respectivamente, Tim Golden, Steven Dudley y Anabel Hernández, quienes recuperaron una serie de fuentes anónimas para revivir una investigación ya cerrada por la DEA debido a falta de evidencias contundentes. El desfase en las investigaciones de la DEA y su publicación previa al proceso electoral en México, la simultaneidad de las publicaciones en los tres medios y la semejanza entre la información de las tres notas periodísticas pusieron sobre la mesa la posibilidad de que aquel movimiento periodístico tuviera como finalidad afectar electoralmente al proyecto de la Cuarta Transformación, encabezado por el entonces presidente AMLO, provocando una tensión diplomática con el gobierno de Joe Biden.
Este sabotaje desde el exterior se explicaría, entre otros motivos, porque la administración del presidente AMLO fue la primera que le puso algunos límites a la intervención de la agencia norteamericana sin ningún tipo de rendición de cuentas, lo que no había ocurrido desde que fuera creada en la década de los años ochenta con la finalidad de centralizar las operaciones antinarcóticas del gobierno de Estados Unidos, tanto en el interior como en el exterior del país.
Pero quizás un punto de inflexión reciente en la relación entre ambas naciones lo coloca el secuestro y detención del líder sinaloense del narcotráfico, Ismael “El Mayo” Zambada, en julio pasado. Según la versión hasta ahora más aceptada, el líder histórico del Cártel de Sinaloa habría sido convocado por sus otrora aliados y ahijados, Los Chapitos, como se le conoce a la facción del Cártel de Sinaloa comandada por los hijos del otro líder histórico del narcotráfico sinaloense, Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera.
Conviene recordar que estas facciones habrían mantenido una tensión creciente en el estado de Sinaloa desde inicios del sexenio de AMLO, lo que finalmente terminaría por explotar a finales de julio, cuando Joaquín Guzmán López, uno de Los Chapitos, secuestró a El Mayo, para trasladarlo en un avión clandestino con placas clonadas en Estados Unidos para entregarlo a las autoridades de aquel país.
Sin embargo, el principal problema con esta operación es que no ha sido esclarecido el papel que tuvieron agencias como la DEA o el Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés), considerando que, en esos mismos días, se redefinió la medida cautelar de otro de Los Chapitos, Ovidio Guzmán López, lo que sugirió, entonces, que había entrado en el sistema de testigos protegidos o cooperantes. En consecuencia, una gran parte de la opinión pública concluyó que Los Chapitos se encontraban en negociaciones con la DEA con el objetivo de beneficiarse, entregando a la facción de El Mayo a cambio. Una traición.
Después, una carta de El Mayo Zambada fue dada a conocer por su defensa, la cual confirmaba la versión de su secuestro y traslado para ser capturado por la DEA en Estados Unidos. De manera inmediata, la Fiscalía General de la República (FGR) emitió una orden de captura en contra de Joaquín Guzmán López por “traición a la patria”, lo que en aquel entonces parecía incomprensible.
Días más tarde, se daría a conocer una investigación del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) que apuntaba a que la captura de “El Mayo” derivó de una operación encubierta de la DEA en la que ésta recurrió a una facción del antiguo Cártel de Sinaloa, Los Chapitos, como aliados para operar en nuestro territorio. Así, se esclarecía la lógica detrás de la acusación de “traición a la patria”: un connacional habría operado con una agencia norteamericana para llevar a cabo un operativo ilegal y capturar a un objetivo de la “guerra contra las drogas” norteamericana, otro connacional. Un escándalo.
¿Cuál es la diferencia entre la DEA, que recurre a Los Chapitos para capturar a El Mayo, y Genaro García Luna, quien se alió con el Cártel de Sinaloa para atacar primero a Los Zetas, y después a los Beltrán Leyva entre los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón?
Además, si la captura de El Mayo fue una iniciativa de la DEA, queda claro que la agencia norteamericana conocía las posibles consecuencias que ocurrirían luego de que se aliaran con una facción del Cártel de Sinaloa para afectar a la otra. La estrategia Kingpin, como se le conoce a la captura sistemática de este tipo de objetivos, considera la violencia posterior derivado de los “vacíos de poder” que se heredan debido a los descabezamientos de las organizaciones criminales. Lo considera, incluso, una especie de “mal necesario”, ya que las agencias norteamericanas contemplan esta violencia como “incentivo” para que los líderes criminales dejen de delinquir, lo que evidentemente no ha ocurrido luego de, por lo menos, dos décadas de su implementación.
El último episodio que ha colocado el dedo en la llaga en la relación bilateral fueron las declaraciones del embajador de Washington en México, Ken Salazar, quien señaló en una conferencia de prensa reciente que la llamada estrategia de “Abrazos y no balazos” no había funcionado, pues no habría logrado la disminución de la violencia en varios estados de la república. No sólo ello, sino que acusó al expresidente AMLO de haber rechazado la ayuda norteamericana por 32 millones de dólares, lo cual habría dañado la cooperación, según el embajador Salazar. Estas declaraciones ocurren luego de que la actual presidenta, la doctora Claudia Sheinbaum Pardo, haya limitado la interacción oficial entre el gobierno mexicano y la embajada a través del secretario de Relaciones Exteriores, Juan Ramón de la Fuente, aunque posteriormente Ken Salazar moderaría sus opiniones, reconociendo que gracias a la cooperación entre ambos países se había logrado avanzar en el combate al tráfico de fentanilo y el desmantelamiento del Cártel de Sinaloa.
Estos actos revelan una escalada en el tono de Estados Unidos durante los últimos meses de la presidencia de Joe Biden. Sin embargo, el próximo cambio de gobierno en la Unión Americana tampoco representa un horizonte positivo para México. Considerando, sobre todo, que implica el inicio del segundo mandato presidencial de Donald Trump, quien durante su campaña presidencial adquirió un tono más agresivo e intolerante en contra de la población mexicana. Como parte de ésta, el presidente electo prometió en diversas ocasiones llevar a cabo acciones en contra de México con la finalidad de que se combatiera a las organizaciones del hampa. Promesas que se traducen en amenazas, pues incluyen actos que van desde el incremento de aranceles, hasta el envío de tropas norteamericanas, pasando por el envío de misiles dirigidos en contra de las organizaciones criminales, independientemente del daño que puedan provocar a nuestra población.
Donald Trump no sólo se ha “envalentonado” en su narrativa antimexicana, ya que también ha invitado a su gobierno a distintos personajes que son igual o más intolerantes e impredecibles que él, iniciando por su propuesta para la vicepresidencia, JD Vance, quien ha señalado incluso que es el narcotráfico mexicano el que ingresa armas a su país (y no como ocurre en la realidad, que es Estados Unidos el principal exportador de las armas que nutren la violencia del crimen organizado en México). O también Marco Rubio, propuesto para ser el futuro secretario de Estado, quien ha acusado al expresidente AMLO de haber “entregado secciones de su país a los cárteles de la droga”.
Donald Trump estaría recurriendo a estos personajes –considerados como halcones, debido a su agresividad como parte de su política exterior en contra de otros países–, buscando con ello que actores repliquen su ideología conservadora e intolerante una vez que se encuentren en el poder. Esto porque, durante su primer mandato, el presidente electo habría sentido presiones de sus asesores y subordinados para moderarse en sus políticas racistas e intervencionistas en América Latina, según diversas fuentes.
El problema es que todo ello ocurre mientras, paralelamente, se observa cómo el socio y protegido de Estados Unidos, Israel, comete el genocidio contra el pueblo palestino en la Franja de Gaza, independientemente de las condenas a nivel internacional, y de que, incluso, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, cuenta ya con una orden de captura por la Corte Penal Internacional por los crímenes de guerra. Es decir, se trata de un fenómeno impredecible que puede inspirar a una élite norteamericana, gobernada por sujetos violentos e impredecibles, para cometer actos inéditos, como invadir México con su Ejército o enviar misiles de largo alcance para supuestamente combatir a los cárteles de la droga.
De tal suerte, el futuro inmediato de la relación con Estados Unidos no es muy prometedor para los mexicanos, considerando, principalmente, su guerra contra las drogas, en un contexto internacional de por sí caracterizado por la incertidumbre y la escalada en la violencia.