En este texto se resumen las principales visiones de los dos mandatarios latinoamericanos para hacer un balance entre sus estrategias de seguridad y de combate al narcotráfico a propósito de la Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas realizada en Cali, Colombia del 7 al 9 de septiembre pasados.

El encuentro

Andrés Manuel López Obrador (AMLO), presidente de México, arribó a Bogotá, Colombia, el pasado 8 de septiembre para sostener una reunión con su homólogo Gustavo Petro. Ambos mandatarios se desplazaron a Cali para participar en la Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas convocada por el gobierno colombiano. En ella, los mandatarios intercambiaron entre sí y con diversos especialistas, funcionarios públicos y diplomáticos reflexiones sobre la política de drogas en América Latina.

La reunión no es cosa menor, sobre todo considerando que se trató del primer intercambio entre jefes de dos Estados que estuvieron marcados por una política de “combate” a las drogas caracterizada por la prohibición y la militarización, al menos desde los años ochenta, cuando ascendió el modelo neoliberal en América Latina. 

Tanto Gustavo Petro, como Andrés Manuel, son considerados los primeros presidentes de la izquierda electoral en dos regímenes presidenciales en los que, transiciones electorales aparte, la cabeza de los ejecutivos había estado bajo el control de las derechas partidistas. Desde esa posición, la derecha abanderó una política de drogas militarizada y punitivista impulsada desde Estados Unidos. 

Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas

La Conferencia generó mucha expectativa entre la opinión pública. En ésta, el presidente Gustavo Petro compartió su estrategia de seguridad, presumiéndola como una alternativa al enfoque punitivo impulsado desde Estados Unidos, a la par, la presencia del mandatario mexicano generó especulaciones debido a los contrastes que podrían existir entre las políticas de ambos presidentes. Por ello, intentaremos hacer un balance entre las estrategias en materia de seguridad de los primeros dos gobiernos considerados “progresistas” en Colombia y México, argumentando que tienen más encuentros que discrepancias. 

Para comenzar, debemos destacar que el momento en el que ocurre este encuentro, cada mandato presidencial es radicalmente distinto: mientras el periodo presidencial en México es de seis años y el presidente ya está por concluir su penúltimo año, en el caso colombiano, los periodos duran solo cuatro y el presidente Petro se encuentra transitando apenas su primer año. Así, mientras que la estrategia de Andrés Manuel ya se sometió a pruebas y obstáculos, la de Petro apenas fue revelada durante esta Conferencia, por lo que hacer una comparación desde un punto de vista evaluativo resulta completamente injusto e infructuoso. 

No obstante, comparar las visiones presidenciales expresadas en sus discursos y medidas promovidas desde su mandato puede revelar las características de cada gobierno y de su estrategia de seguridad. Para ello, recuperaremos no sólo los discursos vertidos en la Conferencia, sino las acciones y propuestas que cada mandatario ha impulsado con la finalidad de combatir, reducir o prevenir el delito, particularmente con aquellas enfocadas en el narcotráfico. 

Los conflictos

Tanto México, como Colombia, son países que provienen de largos conflictos armados cuyo desenlace está lejos de quedar claro. En ambos casos, los conflictos se pueden definir como irregulares o de baja intensidad no solo por la intermitencia, sino porque parte de los actores armados participantes son civiles y no forman parte de estructuras estatales, al menos, de manera formal. 

En el caso de Colombia, las guerrillas, los grupos paramilitares, los grupos de narcotraficantes y las fuerzas armadas emprendieron un conflicto intermitente durante al menos medio siglo. En muchas ocasiones, este conflicto reprodujo un trasfondo ideológico relativamente claro: las Fuerzas Armadas se fortalecían y desplegaban a sus elementos para confrontar a las guerrillas de la izquierda que llegaron a controlar porciones del territorio colombiano. 

El conflicto evolucionó hasta incentivar la participación de grupos de civiles armados y financiados por la élite agraria conocidos como autodefensas o paramilitares que se aliaron con los gobiernos de la derecha para combatir a las guerrillas. Éstas, cabe destacar, incrementaban la agresividad e ilegalidad en sus métodos para obtener recursos conforme más violencia del Estado resistían. 

Es en esta ilegalidad en la que el conflicto y el narcotráfico se entrelazaron: los territorios para cultivar la hoja de coca y las ganancias de su procesamiento y contrabando como cocaína se convirtieron en botines de guerra, los cuales fueron disputados por guerrillas, narcotraficantes y paramilitares por igual. 

En los años recientes, ese conflicto ha mutado en uno más difuso caracterizado muchas veces por los enfrentamientos entre grupos de civiles, enfrentamientos que distan mucho de las cruzadas ideológicas de los tiempos de las Autodefensas Unidas de Colombia, principal grupo paramilitar desarrollado durante los años noventa. Sin embargo, la constante es que las comunidades más desfavorecidas siguen siendo las más afectadas, ya que el conflicto les brinda una cuota cotidiana de violencia a sus pobladores.

En México, la situación es distinta. Aunque constantemente hablamos de “El Narco” como el “enemigo interno”, no queda clara cuál es la función de éste en el conflicto, mucho menos las fronteras entre uno y otro grupo. En teoría, lo que ha sucedido durante la guerra contra las drogas ha sido una “fragmentación” de los grupos, la cual se acompaña de alianzas y traiciones entre las distintas facciones, difuminando aún más la línea que distingue a todos los actores e incrementando la violencia armada. 

De tal suerte, en el conflicto mexicano no parece prevalecer un trasfondo político detrás: a los grupos criminales no les interesa tomar el poder, sino contar con la protección de los políticos y funcionarios que se encuentren en la estructura estatal para seguir replicando sus actividades ilegales desde la impunidad. 

La pacificación

La claridad relativa en las identidades de los distintos actores armados, aunado a la longevidad del conflicto colombiano, coloca al país andino en un momento distinto en su proceso de pacificación. Esto se observa claramente en que al gobierno de Petro le antecede el Acuerdo de Paz celebrado entre el Estado colombiano y la principal guerrilla, las FARC, el cual fue firmado en 2016 por el expresidente Juan Manuel Santos.

Luego del gobierno uribista de Iván Duque que incumplió el Acuerdo de Paz, Petro se comprometió a reivindicarlo, lo que incluía cumplir una Reforma Agraria con la que se distribuirían hasta tres millones de hectáreas de tierras para cultivo dirigidas a los campesinos afectados por el conflicto, incluyendo a exguerrilleros desmovilizados. 

Sin embargo, aunque Gustavo Petro llega en un momento en donde las instituciones han recorrido ya un trecho en su proceso de paz, el conflicto colombiano ha mutado con las llamadas “disidencias” de las guerrillas. En este contexto, las organizaciones criminales, los paramilitares y miembros del Ejército siguen replicando prácticas represivas, violentas e intimidatorias. 

Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), “desde la conclusión del Acuerdo de Paz han sido asesinados más de 1.300 activistas sociales y 343 ex-combatientes de las FARC (entre ellos, 11 mujeres, 48 afrocolombianos y 28 indígenas)”. Dentro de los victimarios, se puede contar tanto a los grupos irregulares, como a elementos del Ejército. Además, perdura un fuerte vínculo entre la posesión de la tierra, el poder político y la ilegalidad, por lo que los terratenientes, aliados muchas veces a generales del ejército, políticos y paramilitares, siguen siendo uno de los principales obstáculos para la reforma agraria y la pacificación. 

En México, en contraste, los procesos de pacificación han estado ausentes casi en su totalidad. En primer lugar, señalábamos que el hecho de que la cohesión de los grupos armados no dependa en absoluto de las filiaciones ideológicas, genera que el conflicto resulte mucho más difuso e irregular. 

De hecho, desde las narrativas oficiales, parecieron haber existido dos conflictos históricos. Por un lado, el conflicto entre el Estado mexicano y los grupos de la izquierda radical y las guerrillas urbanas, represión que puede ser englobada como la “guerra sucia” ocurrida entre los años sesenta y setenta. Por otro lado, la guerra contra las drogas que fue declarada por el expresidente Felipe Calderón Hinojosa en 2006, pero que tiene su antecedente más longevo en la Operación Cóndor en 1976, cuando cerca de 10 mil militares fueron desplegados en el estado de Sinaloa, cuna del narcotráfico mexicano. 

Aquí cabría aclarar que, a diferencia de otros países de Latinoamérica en donde sí se experimentó una dictadura militar, en México, la Operación Cóndor se identifica como una intervención militar para combatir el narcotráfico y no a las guerrillas de izquierda. En ese sentido, desde el punto de vista de las víctimas, los reclamos a los excesos cometidos por las fuerzas del orden durante la llamada “guerra contra las drogas” se sumarían a las prácticas represivas que reprodujeron desde la guerra sucia. 

Sin embargo, desde el punto de vista del Estado o de la opinión pública, no suele quedar tan claro entre qué actores se podría llevar a cabo un proceso de conciliación o pacificación, tampoco quiénes son las víctimas del conflicto irregular: ¿las víctimas de la delincuencia organizada?, ¿las víctimas de los excesos de las fuerzas del orden durante la guerra fría?, ¿los soldados enviados a eliminar a los enemigos de quienes sobornaron a sus superiores?, ¿los presuntos miembros de grupos criminales acribillados por el Ejército y criminalizados después de muertos sin un juicio?, ¿todas ellas? 

Esta confusión quedó expuesta en uno de los pocos eventos encaminados a la reconciliación que se han llevado a cabo durante el gobierno de AMLO. Se trató de la inauguración de la Comisión para el Acceso a la Verdad, impulsada por el gobierno federal con el objetivo de esclarecer, reconocer y reparar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la guerra sucia por el Estado mexicano. 

Sin embargo, durante la ceremonia llevada a cabo en meses pasados en el Campo Militar número 1, el secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval, dijo que no sólo se homenajearían a las víctimas de la contrainsurgencia, sino también a los soldados caídos en dicho periodo. Este discurso fue muy criticado por los familiares de las víctimas de la guerra sucia, ya que colocaba a víctimas y victimarios en la misma posición. 

Ahora bien, eso ocurre con un conflicto que, teóricamente, ha terminado. En contraste, el conflicto derivado de la “guerra contra las drogas” aún parece estar lejos de concluir. Debido a ello, quizás valdría la pena considerar la necesidad de construir dos caminos distintos: por un lado, la pacificación, que implica la reducción de las víctimas de violencia armada en la actualidad; por otro, la justicia transicional que busque la reparación y reconciliación por los excesos cometidos por las estructuras estatales. Ambos procesos han sido iniciados en México por el gobierno federal, pero han presentado obstáculos y contradicciones que no son objeto de este texto. 

Los presidentes

Aunque ambos mandatarios son considerados parte del espectro político de “la izquierda”, el lugar que ocupó cada uno como opositor a los regímenes de derecha fue completamente distinto desde el punto de vista del conflicto. 

En el caso de Andrés Manuel, aunque fue considerado un claro adversario – enemigo, incluso – de la élite política en el poder, nunca fue un “enemigo interno” o una amenaza a la seguridad nacional desde el punto de vista del Estado. Esto es así porque AMLO participó permanentemente en la disputa institucional por el poder, primero incluso por el partido del régimen y su actual opositor, el Revolucionario Institucional (PRI). Además, siempre mantuvo una posición pacifista desde el movimiento que encabezó una vez que fue desaforado como gobernante de la capital mexicana, en el año 2005. 

Gustavo Petro, en contraste, perteneció a la guerrilla; al Ejército de Liberación Nacional (ELN), para ser concretos. Aunque años antes de su presidencia dejó el movimiento armado, es posible que, hasta hace no muchos meses, algunos de los militares de mayor jerarquía lo observaran literalmente como un enemigo interno. 

Sin exagerar, desde el punto de vista de muchos miembros de la élite militar, el equivalente en México de una situación similar implicaría que un líder de “El Narco” ocupara la silla presidencial. Probablemente, la diferencia entre estas posiciones genere una mayor resistencia entre las fuerzas armadas colombianas para asumir los designios del primer mandatario en Colombia que en México. 

Las alternativas al punitivismo

Durante la clausura de la Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas, ambos mandatarios reconocieron que las consecuencias de la política punitiva y militarizada impulsada desde Washington ha vulnerado mucho más de lo que ha protegido a las poblaciones en cada país. 

Además, comparten el diagnóstico sobre lo dañino que ha resultado el uso excesivo del aparato estatal para reprimir a los grupos que se presumen como los enemigos internos o delincuentes. “Eso es lo que ha provocado la política oficial de guerra contra las drogas en nuestra América Latina: un genocidio”, señaló Gustavo Petro. 

Paralelamente, los dos mandatarios coincidieron en que el modelo económico neoliberal o capitalista promueve valores como la ambición, el individualismo y la soledad, lo que incentiva el consumo de drogas.

“El capitalismo en su fase más tardía llevó a las sociedades que hoy consumen drogas a la soledad y por eso consumen drogas, la droga reemplaza la falta de afecto y la soledad”.

Gustavo Petro, presidente de Colombia

De tal suerte, en ambos casos se observa una narrativa que reivindica el amor colectivo y los valores familiares como factores de protección ante el consumo de drogas. De manera particular, mientras que AMLO hizo énfasis en fortalecer los lazos familiares, Petro habló del amor como un “antídoto contra el consumo de drogas”. 

Pero estas posturas sobre fortalecer valores colectivos y familiares no son aisladas, sino complementarias a una serie de acciones gubernamentales que los mandatarios han propuesto o llevado a cabo en sus respectivos países con la finalidad de apoyar a los grupos más vulnerables y, como reiteró AMLO durante la Conferencia, “atender las causas sociales del delito”. 

Andrés Manuel retomó las acciones que forman parte de su estrategia integral que él ha resumido como “humanismo mexicano”. El horizonte político de esta estrategia es la justicia social y consiste en la aplicación de políticas de desarrollo social y proyectos de obra pública que buscan incrementar el flujo de capital entre las clases más desfavorecidas. De esta manera, se busca fortalecer a las comunidades y desincentivar la violencia y el crimen que, en parte, se generan por la falta de oportunidades y la desigualdad. 

Los programas que AMLO resaltó durante la clausura de la Conferencia fueron el de Jóvenes Construyendo el Futuro y el de Sembrando Vida. En el primer caso, se trata de una plataforma que vincula a centros de trabajo con jóvenes mediante capacitaciones para facilitar su absorción por el mercado laboral formal, mientras reciben el pago de un salario mínimo durante un año. Este programa ha sido muy relevante en diversas comunidades no sólo porque ha incentivado que las empresas contraten a jóvenes capacitados, sino porque fortalece los vínculos entre la población local e, incluso, apoya a pequeñas y medianas empresas para que contraten personal que, de otra forma, no estarían en las posibilidades de hacerlo. 

En el caso de Sembrando Vida, se trata de un programa que busca que campesinos y otros sectores participen en la economía mediante la siembra de sus tierras para el cultivo de árboles maderables y otros productos agrícolas. Su impacto ha variado de lugar a lugar, pero en comunidades en donde existe un alto nivel de migración ha contribuido a mantener a las poblaciones en su lugar de origen, como en el estado de Tabasco. En otros lugares, como en la sierra de Guerrero, Sembrando Vida ha favorecido la transición de cultivos ilegales de amapola a otros productos legales. 

Petro, por su parte, recuperó una idea que ha retomado a lo largo de su corto mandato: la de transitar de un Estado que interactúa con su población a través de las corporaciones armadas a ser uno que interactúe mediante el impulso de políticas de salud, desarrollo y bienestar. “Cada dólar destinado a un hospital público, a psicólogos o a jugar en jardines infantiles ayuda a reducir la demanda de drogas”, afirmó el presidente colombiano.

Además, Petro volvió a ser enfático en torno a la Reforma Agraria incluida en los Acuerdos de Paz de 2016. De llevarse a cabo, mediante esta acción se estarían distribuyendo hasta 3 millones de hectáreas entre campesinos para incentivar su incorporación a la economía legal. 

De tal suerte, en ambos casos, la alternativa al punitivismo pasa necesariamente por una interacción entre los Estados y su población que no recurra a las armas como la opción por excelencia, sino que esté basada en el bienestar y los derechos humanos. Bajo esta lógica, la oferta de actividades económicas legales hacia las poblaciones vulnerables es central. 

Las corporaciones de seguridad

Por otro lado, ambos mandatarios realizaron promesas de desmilitarización durante sus campañas políticas como opositores a los regímenes de derecha. A pesar de ello, la inercia institucional de décadas de acciones punitivas ha generado que, hasta el momento, en ambos casos se haya necesitado usar a las fuerzas armadas en labores consideradas de seguridad pública. Sin embargo, existen algunos matices que vale la pena aclarar.

Las instituciones de seguridad que cada mandatario tiene “oficialmente” bajo su control como jefes del ejecutivo no se encuentran en las mismas condiciones, ni comparten el mismo arreglo institucional. En el caso de Colombia, la Policía Nacional es una dependencia de las Fuerzas Armadas. En ese sentido, por el momento, cualquier interacción que el ejecutivo quiera tener con la policía civil pasa necesariamente por las cúpulas militares. 

A partir de esta característica, Petro ha hablado abiertamente de una reforma para que la Policía Nacional deje de formar parte de las instituciones de las fuerzas armadas. No obstante, la resistencia que se experimenta por parte de las élites militares podría afectar e, incluso, impedir el desarrollo de la reforma petrista. 

Por el contrario, en México, cuando Andrés Manuel llegó a la presidencia, existía una Policía Federal, corporación civil que se mantenía independiente de las Fuerzas Armadas. Debido a la corrupción intrínseca de la corporación, Andrés Manuel impulsó la creación de la Guardia Nacional, que implicó la creación de una nueva institución de seguridad pública, pero dependiente operativamente de la Secretaría de la Defensa Nacional, el ministerio federal a cargo del Ejército. 

Ahora bien, aunque las acciones del gobierno de AMLO dejan claro que no ha buscado contrarrestar el uso de las fuerzas armadas en labores de seguridad pública, tanto él como su partido han buscado brindarle un marco normativo e institucional a este uso del cual había carecido durante el régimen neoliberal. 

La principal apuesta dentro de este marco fue la creación de la Guardia Nacional, la cual pretende ser una institución intermedia entre una fuerza armada y una corporación civil. Esta iniciativa buscó resolver la confusión entre seguridad pública y seguridad nacional ocurrida con la militarización mediante la incorporación de sectores de las Fuerzas Armadas a labores de seguridad pública de manera permanente, pero con entrenamiento y capacitación para reducir las probabilidades de los abusos de fuerza. 

Gustavo Petro, por su parte, ha planteado una política de seguridad humana la cual busca reformar las instituciones de seguridad en su conjunto. Desde su propuesta particular, Petro defiende la hipótesis de que, si se dignifican las “bases” de las corporaciones, se dignificará el trato de éstas hacia la población, fomentando la protección y disminuyendo la posibilidad de los abusos por parte de las fuerzas del orden. 

Desde esa lógica, Petro propone varias reformas a las corporaciones armadas las cuales pueden resumirse en tres: profesionalización, dignificación y democratización. No obstante, estas medidas permanecen en el tintero y la reforma a las fuerzas armadas queda pendiente. Aunado a ello, el gobierno de Petro ha experimentado una considerable resistencia por parte de las cúpulas militares, probablemente por su perfil como excombatiente guerrillero y, además, porque sus propuestas amenazan directamente los privilegios de las élites marciales. 

El gobierno de Andrés Manuel, en contraste, no ha experimentado esta resistencia, pues ha integrado a las Fuerzas Armadas –y a sus cúpulas– en su proyecto de la Cuarta Transformación. Particularmente, el Ejército participa en diversos momentos de la estrategia: desde el cuidado de los recursos otorgados de manera directa a las poblaciones vulnerables, hasta la inversión de capital y la participación de sus ingenieros en los megaproyectos de obra pública como el Tren Maya o el Aeropuerto de Tulum. 

De acuerdo con lo declarado por Andrés Manuel en otras ocasiones, esta participación del Ejército – de la cual se beneficia económicamente a la institución – blindará a los programas sociales de la 4T, dejando a las Fuerzas Armadas como garantes de su carácter público. En ese sentido, en el fondo, la participación del Ejército en el humanismo mexicano se plantea como un incentivo para mantener el carácter público del Estado, de sus programas y de su infraestructura, pero también para que las Fuerzas Armadas lleven a cabo acciones distintas que el uso de las armas contra su propio pueblo. 

Aunado a ello, AMLO ha buscado regular la violencia ejercida por las Fuerzas Armadas mediante el cambio de órdenes a los militares como su comandante supremo. Este cambio de órdenes estaría concentrado en preservar la vida como la principal misión y se ha podido observar en diversos videos circulando en redes sociales en los cuales los militares son amedrentados por diversos actores, sin que ellos respondan a las agresiones mediante la violencia. Sin embargo, también se han difundido videos en donde los militares presuntamente han ejercido violencia contra civiles de manera arbitraria y excesiva, principalmente en territorios altamente conflictivos, como los estados de Tamaulipas o Guerrero. 

En resumen, AMLO busca desincentivar el crimen mediante la implementación de programas sociales que contrarresten las condiciones de desigualdad que orillan a las poblaciones vulnerables – particularmente, los jóvenes – a participar en las economías ilegales. Paralelamente, busca hacer partícipes a las fuerzas armadas de un proyecto integral del cual también se beneficien. Una propuesta coherente con la necesidad de fortalecer los valores colectivos desde el Estado como mecanismo de pacificación, aunque aún le queda un largo trecho en materia de prevención del uso excesivo de la fuerza y violaciones a los derechos humanos. 

Bueno, ¿y las drogas? 

Paradójicamente, sobre la despenalización de las drogas se habló muy poco durante la Conferencia. Tanto Petro, como los funcionarios de su gobierno participantes lideraron la discusión en torno a este punto y retomaron la necesidad de un “cambio de paradigma” en materia de drogas. Sin embargo, las propuestas no radicaron en la descriminalización de las sustancias psicoactivas en general, sino particularmente en el cultivo de la hoja de coca. Así, el gobierno de Petro busca dirigir las acciones punitivas en contra de los grandes narcotraficantes de cocaína ya procesada y no de los campesinos cultivadores. 

El gobierno colombiano ha denominado esta estrategia como de “Oxígeno” y “Asfixia”. “Oxígeno” porque brinda oportunidades a las comunidades cultivadoras de coca, sin criminalizarlos. “Asfixia”, porque se buscará perseguir de manera punitiva a las organizaciones criminales que obtienen ganancias del narcotráfico. 

AMLO, por su parte, no ha planteado un programa que busque regular la producción y el tráfico fuera de la prohibición. La negación del presidente a cambiar el prohibicionismo como paradigma de regulación contrasta con lo incluido en el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024 (la guía programática del gobierno federal), en el que se señalaba que la estrategia prohibicionista resultaba ya “insostenible”. También con el hecho de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación despenalizara el uso de la marihuana y de que miembros del partido del presidente, MORENA, ya contaban con propuestas de ley para la regulación de su producción, comercialización y consumo. 

En ese sentido, desde el humanismo mexicano de AMLO, no se ha generado una política de drogas particular, sino que se espera que, mediante la generación de incentivos para el desarrollo, se dificulte el crecimiento y el respaldo de las organizaciones criminales entre las comunidades más desfavorecidas, pero también se disminuya el consumo de drogas entre los jóvenes. 

Conclusión

La coincidencia entre violencia, políticas fallidas de drogas y la derecha en el poder que ocurrió en México y Colombia durante el régimen neoliberal no fue casual. Por el contrario, para explicar los problemas de seguridad y violencia en ambos países debe considerarse la forma en la que cada Estado ha observado y regulado a su población a través de sus instituciones y burocracias, lo cual ha estado claramente atravesado por la ideología en el poder. 

En ese sentido, tanto en México, como en Colombia, durante el régimen neoliberal, se institucionalizó una relación entre los Estados y su población que recurría a la represión armada como el mecanismo por excelencia para “prevenir” y castigar la violación de la ley. Esta voluntad punitiva ha estado históricamente asociada a la derecha electoral. De tal suerte, como opositores a los regímenes de la derecha, tanto Petro como AMLO despertaron una alta expectativa de cambio en las estrategias de seguridad en cada país, aunque cada uno con sus matices en los programas y el contexto. 

En ambos casos, se ha propuesto una interacción del Estado con su población basada en el bienestar y los derechos humanos. De tal suerte, se busca fortalecer los factores de protección de las poblaciones vulnerables mediante el fortalecimiento de los valores comunitarios y familiares. Al mismo tiempo, se promueven políticas de desarrollo con las que las comunidades puedan incrementar su bienestar e, incluso, transitar de la dependencia de los mercados ilegales a la participación en la economía legal. 

En el caso particular de Colombia, Gustavo Petro buscará descriminalizar a los campesinos que se han dedicado al cultivo de la hoja de la coca, al mismo tiempo ofertará espacios para incrementar su participación en la economía legal: “Oxígeno y asfixia”, denominaron a esta política. Además, prevalecen las acciones punitivas en contra de las organizaciones criminales que se dedican al tráfico de la cocaína procesada y otras sustancias. 

Por su parte, Andrés Manuel presentó los programas encaminados a este mismo objetivo: Sembrando Vida y Jóvenes Construyendo el Futuro resultan pilares para poner al alcance de las poblaciones vulnerables los ingresos y servicios que les permitan desarrollarse plenamente. 

Por último, la posición de Andrés Manuel frente a las fuerzas armadas ha sido más conciliadora que confrontativa, lo que ha favorecido la integración de éstas a su proyecto de nación. Esto podría incentivar su lealtad al régimen civil y dificultar un potencial golpe de Estado llevado a cabo por fuerzas conservadoras. En contraste, la radicalidad de algunas de las propuestas de Gustavo Petro, aunado a su pasado guerrillero, podría ser un obstáculo para las reformas que busca aplicar.