Fue en 2008, en un evento internacional de esos que aburren pero en los que hay que estar, terminé compartiendo mesa con Miguel Insulza, a la sazón Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA). Corría el tiempo en que Hugo Chávez, presidente de Venezuela, atacaba duramente a Insulza calificándolo de servil a Washington, por lo que el diplomático chileno quería hacer buenas migas con la delegación de Bolivia, de la que yo formaba parte. Con aire docto, Insulza trató de convencerme que el gradualismo era la forma en que la izquierda podía avanzar en América Latina; le respondí que era al revés: el gradualismo y su hermano gemelo, el pactismo, llevarían a un retroceso de la conciencia social y la memoria histórica, generando las condiciones para el retorno de la ultraderecha.
Recordé esa charla al mirar las imágenes del triunfo del neofascista Javier Milei en las elecciones primarias –por suerte, preliminares- en Argentina. Ahora que veo otras imágenes, la de la candidata a la vicepresidencia Victoria Villarruel, también de la formación política de Milei, realizando ayer 4 de septiembre un acto en el Congreso en el que reivindicó el rol de los generales y almirantes que el 24 de marzo de 1976 dieron un golpe de Estado e instauraron el llamado “Proceso de reconstrucción nacional”. No pudo hacerlo tranquila, afuera había miles de personas que protestaron contra ese homenaje.
Es que semejante tributo a los victimadores, a los genocidas, no es algo que pasa de la noche a la mañana; se va gestando en años, en décadas en que los fascistas – que hoy se llaman a sí mismos “libertarios”- que reivindican el golpe de Estado fueron disputando palmo a palmo, ideológicamente, el sentido de la historia: según ellos en 1976 no hubo un golpe de Estado sino una guerra interna frente a la extrema izquierda (lo dijo Milei); no fueron 30.000 muertos y desaparecidos sino “sólo 7.000 u 8.000” (lo dijo Villarruel); no hubo terrorismo de Estado sino defensa del interés nacional (también lo dijo Villarruel).
Y todos estos exabruptos se los fue permitiendo en el nombre de un mal comprendido pluralismo, sin proceder a denunciarlos y procesarlos como lo que son: apología del delito. Y a título de tolerancia y amplitud, se dejó de calificar a los fascistas como fascistas, se les permitió que se mimeticen como “expresiones extremas pero democráticas”. Así actuaron los gradualistas, perdiendo el sentido de lo que es recordar constantemente el pasado histórico para construir en el presente.
Y así fue cambiando también el sentido común de la sociedad, lo que terminó impactando en las nuevas generaciones que terminaban razonando que “al final todo es relativo porque hubo abusos de un lado y del otro”, o que “hay distintas versiones de la historia y uno debe hacerse su propia opinión”. Como si se tratara de versiones, de opiniones o narrativas.
El gran problema es que fueron hechos de masacre, fueron muertes planificadas, fueron innumerables abusos cometidos en campos de concentración abiertos para el efecto, fueron personas de carne y hueso –hombres y mujeres- cuyos cuerpos se los desapareció, fueron actos coordinados entre las varias dictaduras en Sudamérica en lo que se conoció como el “Plan Cóndor”, fueron niños y niñas hijos de los asesinados que terminaron apropiados por los ejecutores de las muertes. Todo documentado en Argentina por el encomiable trabajo de la Comisión de la Verdad conformada el año 1983 durante el gobierno de Raúl Alfonsín y presidida por el escritor Ernesto Sábato, con la participación de miembros de las iglesias católica, judía y metodista, y diputados nacionales de distintos partidos políticos democráticos. Todo fundamentado en los juicios por delitos de lesa humanidad contra los 9 integrantes de las Juntas Militares (encabezados por Jorge Rafael Videla y Emilio Massera, que recibieron cadena perpetua) y que concluyó con la histórica sentencia el 9 de diciembre de 1985.
Los fascistas de hoy en Argentina o en Chile, en toda América Latina, quieren borrar toda esta historia del horror de los regímenes militares de los años setenta. Pretenden que haya pueblos desmemoriados porque así preparan el terreno para nuevos golpes de Estado (lo que pasó en Bolivia el 2019, o en Perú el 2022). No dejemos que lo logren.