Temperaturas tan altas como nunca se han sentido en América, Europa y Asia. Enormes incendios forestales en Canadá que afectaron con polución gran cantidad de ciudades en Estados Unidos. Calor insoportable en California y en Sonora. Medidas de emergencia en Italia, Grecia y España para evitar muertes de niños y ancianos por exposición al sol. Como sube la temperatura oceánica, siendo el agua caliente el combustible de los sistemas tormentosos, se producen mayor cantidad de huracanes y tifones en varios lugares del mundo. Sequías prolongadas que causan crisis de agua en varios países africanos y también latinoamericanos como pasa en Uruguay.
Está ocurriendo. No sólo lo vemos en nuestros dispositivos móviles o en la televisión; lo estamos padeciendo. Se le ha denominado calentamiento global antropogénico. ¿Es plenamente correcto este concepto? Digamos que es un gran avance porque establece con certeza la relación directa entre el cambio del clima con el sistema industrial, pero el denominativo “antropogénico”, que hace referencia a las acciones humanas que influyen en el medio ambiente, difumina ese sistema industrial en una generalidad: “acciones humanas”. No es el ser humano en sí mismo el problema, sí lo es un sistema capitalista que concibe a la naturaleza como fuente de “materias primas” y al ser humano como “fuerza de trabajo”.
Para entenderlo debemos remontarnos varios siglos atrás…
Con el enorme impulso del “descubrimiento de América”, Europa se consolidó como el continente en que el naciente capitalismo comercial, pasó a otra fase caracterizada por el maquinismo. Fue en la Inglaterra del siglo 17 que Francis Bacon, un filósofo obsesionado con la experimentación, estableció el paradigma o núcleo central de una nueva teoría que por centurias se aceptó sin discusión: el destino manifiesto del ser humano organizado en sociedad es dominar a la naturaleza a través del conocimiento y las invenciones. Esta razón técnica revestida como ética, cuando se aplicó a la producción llevó a la tecnología industrial cuya base energética sigue siendo hasta hoy la explotación de energías fósiles como combustibles primarios (carbón, petróleo, gas). Después ocurrieron la revolución tecnológica y la cibernética, todas impregnadas de la ideología desarrollista y el mito del “progreso” que en siglos pasados brindaba certeza a la humanidad: pronto llegaríamos al mayor nivel de disfrute social gracias a la incesante acumulación capitalista.
Ese mundo ideal comenzó a derrumbarse cuando ya no había más continentes que descubrir con riquezas naturales por extraer; cuando el ilimitado crecimiento económico se chocó contra un obstáculo infranqueable: la naturaleza es finita. La respuesta de la burocracia internacional (léase la ONU), de la mayoría de los gobiernos y de las megaempresas transnacionales fue insertar en el propio sistema capitalista la valoración monetaria del aire, el agua, los bosques, la biodiversidad, de todos los sistemas de soporte de vida. A eso le llamaron “capitalismo verde” y en ese debate nos hicieron perder la última década postergando o abandonando (como el gobierno de Estados Unidos) los grandes acuerdos mundiales para frenar el calentamiento global. Y ahora esas potencias mundiales se enfrascan en una guerra.
Tan patente era el deterioro ambiental que en 1992 se lanzó la primera advertencia mundial, en la Cumbre por la Tierra celebrada en Río de Janeiro. Ya entonces se dijo que el planeta estaba entrando en una fase crítica que, de no detenerse, nos llevaría al callejón ardiente que vivimos hoy. Un callejón al que tenemos que encontrarle la salida.
Desde América Latina comenzaron a levantarse las voces que plantean al mundo volver sobre nuestros pasos, alejarnos del desarrollismo y consumismo frenéticos, cambiar nuestra forma de pensar. Toda esta catástrofe se inició con un paradigma que separó al ser humano del mundo natural, en una relación en que el ser humano es el centro de todo y está por encima de todas las demás especies, al punto de poderlas extinguir con su dominio tecnológico. Hoy debemos pasar a un nuevo paradigma que los pueblos originarios de América le denominan culturalmente Madre Tierra y los europeos, asiáticos y oceánicos le llaman Biocentrismo o Biocenosis. Plantean que ningún sistema social puede colocar al ser humano por encima de la Naturaleza, que la tecnología es buena y necesaria si respeta al mundo natural y contribuye a recuperar la Comunidad de Vida.
El humanismo, que hace siglos contribuyó a liberar la mente humana, hoy ya no es suficiente. Antes, cuanto todavía no sufríamos –como las estamos sufriendo ahora- las terribles consecuencias de dañar a la Naturaleza con nuestra producción y consumo descontrolados, nos parecía adecuada la máxima: Nada de lo humano me es ajeno. Hoy ese mandato ya no es suficiente si queremos encontrar la salida a este callejón ardiente transformando la nueva conciencia ambiental, que cada vez gana más adeptos, en acciones colectivas en defensa de la Madre Tierra, bajo un nuevo principio ético: Nada de lo natural me es ajeno.