07/12/2023 (Ciudad de México). Cuando en julio de 2021 Pedro Castillo, un profesor rural de 52 años nacido en la provincia de Chota en el Departamento de Cajamarca, ganó la presidencia del Perú con casi 9 millones de votos, los ojos de América Latina se posaron en este país. Parecía el relanzamiento de una izquierda social, plebeya, comunitaria que en la vecina Bolivia, con Evo Morales, había logrado un histórico avance político desde el año 2006 hasta el 2019 cuando un cruento golpe de Estado puso fin a ese ciclo.
Castillo llegó al gobierno sin ninguna experiencia de gestión pública y con una débil estructura política, su partido –“Perú Libre”- era fuerte en la sierra (la parte de altura montañosa del Perú), pero relativamente débil en la costa (donde queda la capital Lima), que es donde vive la mayor parte de la población. Para colmo, al poco tiempo de asumir la jefatura de Estado, su partido se dividió.
El Congreso peruano, unicameral y con 130 escaños, se conformó de un total de 13 grupos políticos. En este escenario de dispersión, la primera bancada con 22 legisladores fue del derechista “Fuerza Popular”, que reivindica el legado de Alberto Fujimori, ex presidente del Perú entre 1990 al 2000 con múltiples violaciones a los derechos humanos durante su gobierno, cometidas bajo argumento de “lucha contra la insurgencia guerrillera”. La segunda bancada era de “Perú Libre” con apenas 12 legisladores. Este dato nos proporciona una idea de la imposible tarea de lograr estabilidad parlamentaria para un gobierno como el de Castillo, que en su mejor momento sólo logró el respaldo de 37 de los 130 representantes, muy lejos de la mayoría absoluta.
Fue un presidente que quedó rehén del Congreso, que constantemente le censuraba ministros o le bloqueaba iniciativas legislativas. Tuvo que cambiar ministros y ministras en 70 ocasiones, muchas veces por disputas internas pero la mayor parte por vetos legislativos. Obligado a maniobrar políticamente para conseguir respaldos, terminó ganándose acusaciones cruzadas: la derecha lo tachó de “radical”, la izquierda le tildaba de “moderado”.
Hace un año, para evitar una inminente moción de vacancia (eufemismo legal para referirse a la destitución) que la mayoría derechista estaba preparando, Castillo intentó acudir a un mecanismo de excepción. El argumento oficial para la destitución y posterior detención de Castillo fue que el 7 de diciembre del 2022 hizo un “autogolpe” clausurando el Congreso. Pero esta narrativa se debilita cuando se lee la Constitución del Perú que en su artículo 34 dice: “El Presidente de la República está facultado para disolver el Congreso si éste ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros”.
No sólo eso: el informe de la Misión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) que en abril del 2023 visitó Perú, concluyó que el Congreso no cumplió los pasos constitucionales (aprobando un antejuicio constitucional) para remover a Castillo, ni para que la vicepresidenta Dina Boluarte asuma constitucionalmente la presidencia.
La señora Boluarte, que decía defender el “Estado de derecho” al separarse y repudiar al que hasta la víspera llamaba “compañero”, al poco tiempo de asumir ordenó a las fuerzas policiales y militares que repriman las grandes protestas sociales que se originaron en la ruptura del orden democrático y la defenestración de un presidente que llegó a Palacio por la soberanía popular.
Entre diciembre del 2022 y enero del 2023 murieron al menos 48 personas. En este primer año los organismos de derechos humanos denuncian que la cifra de muertes subió a 80, con 1200 heridos y 1800 detenidos en las protestas. Castillo sigue preso sin que hasta ahora la Fiscalía logre comprobar los delitos de rebelión que le atribuyen. Las autoridades que ordenaron las matanzas en varias regiones del Perú, no han sido juzgadas, aunque ya existe una acusación constitucional de la Fiscalía General contra Boluarte y varios de sus ministros por el delito de homicidio.
Y ayer, en víspera de este triste aniversario, el régimen gobernante liberó al condenado por las masacres de Barrios Altos (1991) y La Kantuta (1992), el ex presidente Alberto Fujimori, cuyo partido apoyó el derrocamiento de Castillo. Tal indulto se hizo vulnerando varias resoluciones vinculantes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.