Nos interesamos por la ruptura de un acuerdo comercial de exportación de granos en Ucrania, no pasa inadvertida la subida de tasas de interés decretada por el Banco Central Europeo, sabemos que la Reserva Federal en Washington ha hecho lo mismo, seguimos atentos la situación del negocio inmobiliario en China. ¿Por qué? Intuimos que lo que ocurra en otras partes del planeta nos afectará en América Latina, que hará que nuestras monedas nacionales valgan más o menos, que las remesas pierdan o no su valor. Es la economía global, cuya conformación es relativamente reciente.
Hace cincuenta años el mundo estaba dividido en dos grandes bloques: uno encabezado por los Estados Unidos y otro dirigido por la Unión Soviética. Mientras uno decía funcionar como un capitalismo liberalizado, el otro lo hacía a base de la planificación estatal. Entre ambos había un constante enfrentamiento que se llamó “guerra fría”.
Triunfó el capitalismo, debido a la burocratización de los procesos revolucionarios en Europa Oriental y en la propia Unión Soviética, en lo que fue el fracaso del intento de forjar dese arriba un “socialismo de Estado” demasiado parecido al “capitalismo de Estado”. Una lección histórica para mujeres y hombres revolucionarios de todos los tiempos: el socialismo sólo se puede construir desde el pueblo trabajador.
La economía global se configura en este siglo por la expansión planetaria del sistema capitalista, que asimiló nuevos mercados en esos países. A esto se sumó que la nación más poblada del mundo, China, cuyo partido comunista se mantuvo en el poder, en economía dio un giro hacia la apertura capitalista con fuerte regulación estatal, aprovechando como ventaja comparativa su disciplinada masa laboral.
El mundo pasó a ser unipolar; sólo había una superpotencia económica y militar –Estados Unidos- que impuso su ideología económica –el neoliberalismo- a todos los países.
En 1989 el economista británico John Williamson, para nombrar el paquete de reformas de estabilización macroeconómica, liberalización comercial, reducción del Estado y expansión del mercado en las economías nacionales, acuñó la frase “Consenso de Washington”, porque en esa ciudad tienen su sede el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos.
Eran los años del predominio absoluto del imperio anglófono, que dio muestras de su hegemonía aplastando militarmente a Irak, invadiendo Somalía y bombardeando Yugoslavia. Mientras Rusia aceleraba su plena conversión al capitalismo, pasando los antiguos burócratas a ser los nuevos oligarcas luego de adueñarse de las empresas estatales.
La Unión Europea plasmó su fortaleza en Maastricht en 1992, con el Tratado que ponía en funcionamiento la zona común. Tres años después circulaba su moneda, el Euro, con la pretensión de convertirse en un referente mundial, desafiando al dólar. Todo parecía indicar que Alemania, la mayor potencia industrial europea, arrastraría al resto. No importaba que cada país hablara un idioma diferente porque la moneda común cohesionaría lo que por tantos años estuvo desunido. Eso fue hasta el Brexit del 2016, cuando los británicos decidieron retirarse de la Unión Europea. Desde entonces el Euro se ha desvalorizado y el viejo continente pierde la competencia económica mundial.
En este siglo veintiuno, varios países desafían al orden económico unipolar. Encabezados por China, cuya apertura al capital transnacional le permitió asimilar la tecnología necesaria para su propio desarrollo, combina el mercado con la planificación estatal, cualificando su enorme fuerza de trabajo y fomentando la incorporación de las mujeres a los procesos productivos, con la tasa de participación laboral femenina del 62%, la más alta del mundo.
Le sigue India, cuya enorme población (casi 1400 millones) convierte su propio mercado interno en propulsor de su desarrollo. Sudáfrica, que luego de haber terminado con el régimen supremacista blanco del “Apartheid”, se convirtió en el país más avanzado en su continente. Rusia, que modernizó su infraestructura industrial y como Estado siguió invirtiendo en investigación científica. Se les sumó Brasil, la más potente economía latinoamericana, favorecida por poseer ingentes reservas naturales en la Amazonía y por una exitosa política de sustitución de importaciones.
Estos países emergentes forman los BRICS y poseen la mayor parte del Producto Mundial Neto. Tienen su propio “Nuevo Banco del Desarrollo” con sede en Shanghai, con un capital financiero más grande que el del Fondo Monetario Internacional (FMI). Si nos preguntamos por qué el dólar estadounidense se está debilitando, es porque hay regiones del mundo en las que está dejando de ser patrón monetario de reserva.
¿Y América Latina? Somos potencia agroalimentaria, hemos tenido importantes procesos de inversión social (en salud, educación vivienda y servicios) en las últimas décadas, en varios países hemos recuperado soberanía a través de nacionalizaciones, tenemos las mayores reservas mundiales de Litio, tenemos un idioma compartido y procesos de integración que preservan nuestras identidades dentro de un mosaico de nacionalidades. Por supuesto que nos conviene un mundo multipolar porque en él tenemos más posibilidades de desarrollarnos. Debemos aprovechar la economía global en tanto sea también diversa.