13/08/2024 (Ciudad de México). El pasado domingo 28 de julio, compitieron por la presidencia de Venezuela Nicolás Maduro y Edmundo González Urrutia. Pero ¿quién es esta figura que pareció emerger de la nada en la política electoral venezolana? 

Edmundo González Urrutia nació en La Victoria, Venezuela, en el año 1949. Estudió relaciones internacionales en la Universidad Central de Venezuela, además de obtener un posgrado en la misma disciplina en la Universidad Americana, ubicada en Washington, Estados Unidos. Este posgrado lo habría realizado luego de que su prominente carrera como diplomático hubiera despegado, pues fue precisamente unos años antes, en 1978, cuando ingresó como secretario de la Embajada de Venezuela ante Estados Unidos. 

Posteriormente, entre 1981 y 1983, también fue secretario de la Embajada venezolana en El Salvador y, entre 1991 y 1993, embajador de Venezuela ante Argelia. Inmediatamente después, ocupó el cargo de director General de Política Internacional del Ministerio de Relaciones Exteriores, hasta 1999, cuando fue nombrado por el entonces presidente de Venezuela, Rafael Caldera, embajador en Argentina. Cuando llegó Hugo Chávez en 1999, lo ratificó como embajador y permaneció en su cargo hasta 2002.

Durante todos estos años, se ha concentrado en actividades académicas e inició su carrera en la política partidista en 2013, cuando se integra como como representante internacional de la coalición opositora de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), organización opositora que luego se uniría, en conjunto con otros partidos de la derecha venezolana, a la Plataforma Unitaria Democrática (PUD). Luego de que la principal líder opositora, Ana Corina Machado, fue inhabilitada en 2023 como candidata –y de que su posible reemplazo, Corina Yoris, también–, Edmundo fue seleccionado como candidato único por la PUD para competir por la presidencia contra Nicolás Maduro. 

Al candidatearse, Edmundo era un total desconocido para la población venezolana, lo cual fue retomado por su campaña, que resaltaba su “bajo perfil” y su nula participación previa en la política electoral. Como ya es costumbre en la derecha, esa emergencia “de la nada” trató de venderse como un mérito personal y una cualidad casi mesiánica, además de que le otorgaba esa característica de la fórmula derechista por excelencia de provenir de “fuera de la política”, como si esto fuera garantía de la buena voluntad y la honestidad. 

Una vez que ocurrieron los comicios el pasado 28 de julio, Edmundo González se ha negado a reconocer los resultados publicados por el Consejo Nacional Electoral, que le habría dado el triunfo a Nicolás Maduro con el 51.2% frente al 44.2% de la oposición. En respuesta, la oposición ha argumentado que ganaron con más del 70% de los votos según el registro de las actas que han publicado en su sitio de internet; sin embargo, éstas no pueden ser corroboradas, además de haber presentado inconsistencias. 

Más allá del contexto electoral actual – cuyas repercusiones siguen su curso –, se vuelve necesario ver qué hay detrás de un perfil tan aparentemente alejado de la política, como se ha presentado a Edmundo González Urrutia. Según lo han señalado distintas fuentes, Edmundo González habría tenido un papel en la intervención contrainsurgente en el contexto de la Guerra Civil Salvadoreña, a principios de los años ochenta. 

Así lo ha denunciado, entre otros, el sacerdote colombiano Ramiro Arango, quien ha acusado a González Urrutia de “paramilitar” debido a su relación con la contrainsurgencia en El Salvador. Según lo que señala el sacerdote, mientras se desempeñaba como funcionario de la Embajada venezolana en aquel país, fungió también como informante de los “escuadrones de la muerte”, como se le conocía a los grupos de paramilitares que tenían el objetivo de combatir de manera extrajudicial a las organizaciones guerrilleras y sus aliados.

Incluso, apunta el sacerdote, habría sido González Urrutia quien denunció de haber protegido guerrilleros a seis sacerdotes jesuitas influenciados por la teología de la liberación, así como dos de sus colaboradoras, lo que les habría costado la vida en el evento conocido como “la Masacre de los jesuitas”, ocurrida en 1989, año en el que Edmundo ya no formaba parte oficialmente de la embajada de Venezuela ante El Salvador, pero en el que, según los testigos, siguió participando como agente contrainsurgente como asesor de estructuras de inteligencia. Al respecto, resulta significativo que no aparezca información pública sobre su carrera diplomática durante ese periodo. 

En los procesos judiciales en contra de los perpetradores de violaciones a los derechos humanos durante el conflicto en El Salvador no aparece el nombre de Edmundo González, pero sí el del embajador al cual sirvió, Leopoldo Castillo, quien mantiene un proceso pendiente precisamente por la masacre de los jesuitas. Además, según denunció la excomandante guerrillera Nidia Díaz en una entrevista para Telesur, Leopoldo Castillo protegió, financió y entrenó a los “escuadrones de la muerte”.

Por su parte, el exmiembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y expresidente de la Asamblea Legislativa en El Salvador, Sigfrido Reyes, ha denunciado directamente a Edmundo González Urrutia de haber participado en la llamada “Operación Centauro”, como se le conoció a una serie de acciones contrainsurgentes, que incluye el asesinato de sacerdotes presuntamente protectores de grupos guerrillero. Esta operación habría sido planeada desde Washington e impulsada a través de personajes diplomáticos, como el mismo Edmundo González, quien, en su papel como funcionario de la Embajada de Venezuela, fue testigo cómplice y probablemente coautor de las ejecuciones extrajudiciales y desapariciones de guerrilleros y civiles. 

De ser cierta esta información, la imagen de “bajo perfil” que han querido implantar a Edmundo González se desvanece al instante. Quién hubiera pensado que habría un personaje siniestro vinculado con los escuadrones de la muerte detrás de ese señor timorato que se deja interrumpir en las conferencias por una Corina Machado que, imponente, le quita el micrófono para hablar.