24/10/2023 (Ciudad de México). Pasaron cuatro años del golpe de Estado que derrocó a Evo Morales. Al principio, no faltaron los que pensaron que tal vez sólo era una crisis política que no pasaría a más, y que Bolivia retornaría rápidamente a la senda democrática.
No fue así. La crudeza de los hechos demostró que ya no sólo se trataba de un golpe congresal como el que le dieron a Manuel Zelaya en Honduras el 2009, o el que sufrió Fernando Lugo en Paraguay el 2015; tampoco era sólo un golpe judicial-legislativo como el que hicieron contra Dilma Roussef en Brasil el 2016.
Contra Evo Morales no podían intentar esas vías porque el Movimiento al Socialismo (MAS), partido de gobierno en Bolivia, tenía más de dos tercios de la Asamblea Legislativa Plurinacional. Entonces lo que hicieron fue escalar la violencia civil, con grupos de choque fascistas que se enfrentaron a los militantes de izquierda en las calles, utilizando como pretexto un supuesto fraude –que luego fue absolutamente desmentido- en las elecciones de octubre de 2019. Para esto les sirvió el papel desestabilizador que jugó el Secretario General de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, que vulneró la legalidad boliviana al objetar sin pruebas ese proceso electoral, con lo que reforzó el argumento de los golpistas.
Al enfrentamiento civil se sumó el motín policial y la sedición de los militares, lo que colocó a Morales en una encrucijada: si no renunciaba habría más enfrentamientos y violencia, si renunciaba podría pacificar. Optó por lo segundo, pero su renuncia no bastaba porque toda la línea de sucesión (vicepresidencia, presidencia del Senado, presidencia de Diputados) era también masista. Los golpistas aplicaron más violencia selectiva para lograr que también esas autoridades en aplicación de una consigna que lanzó uno de los líderes opositores, Carlos Mesa: “ningún masista puede suceder a Morales”.
Cuando lograron esas renuncias, tenían el problema de llenar el vacío de poder. Decidieron designar, de forma inconstitucional, a una senadora, Jeanine Añez, que asumió sin legalidad congresal, apoyándose en las Fuerzas Armadas y la Policía, que de inmediato se pusieron bajo sus órdenes pero dejando en claro que si les pedía actuar debía ser por escrito y con garantías. La presidenta de facto, aprobó el 14 de noviembre de 2019 el Decreto 4078, que en una de sus partes indica: “El personal de las Fuerzas Armadas, que participe en los operativos para el restablecimiento del orden interno y estabilidad pública estará exento de responsabilidad penal”.
Al día siguiente, viernes 15 de noviembre, en la localidad de Sacaba, en el centro del país, una enorme manifestación que exigía restablecimiento de la democracia, fue reprimida usando munición militar. Murieron 10 personas y hubo centenares de heridos, algunos de los que después también fallecieron. El martes 19 de noviembre, otra manifestación en Senkata, cerca de la ciudad de La Paz, fue atacada y murieron otras 10 personas quedando un tendal de heridos.
El saldo final de ambas masacres fue de 38 muertos. Las pesquisas fiscales y judiciales comenzaron a fines del 2020, una vez acabó el régimen de facto dictatorial. Desde entonces se han acumulado 450 pruebas documentales, 25 dictámenes periciales, 11 informes técnicos de investigación y se hicieron 126 entrevistas a miembros las Fuerzas Armadas, 30 a efectivos policiales, 50 a víctimas sobrevivientes. En medio de todo este trabajo, en marzo de 2021, ante el riesgo de fuga, la Fiscalía General que ya había imputado a Jeanine Añez ordenó su aprehensión. Un juez determinó su detención preventiva en una cárcel de la ciudad de La Paz, donde está actualmente. A inicios del 2022, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), presentó un informe que ratifica que en Bolivia el 2019 hubo una ruptura del orden democrático-constitucional.
Finalmente, ayer 23 de octubre de 2023, la Fiscalía General formalizó la acusación por genocidio y otros delitos contra la ex presidenta de facto Jeaninne Añez, tres de sus ministros y 17 comandantes militares y policiales. El Ministerio Público solicita para la ex presidenta y sus colaboradores la pena máxima prevista en el código penal boliviano: 30 años sin derecho a indulto. Ahora debe comenzar el juicio.
Es un avance en la lucha contra la impunidad de los golpistas. Desde Bolivia se sentará precedente para seguir el mismo camino de justicia en países como Perú, donde tras el derrocamiento de Pedro Castillo, han muerto 60 personas en operativos de represión estatal.