Este lunes 11 de septiembre se recordarán 50 años de la muerte del presidente socialista chileno que a lo largo de su vida enseñó el camino de la constancia militante, la coherencia entre el pensar y el actuar, la confianza en el potencial transformador del pueblo, la esperanza en un nuevo mundo sin explotación social ni dominio imperial. Allende supo de derrotas porque en ellas se forjaron su generación de izquierda latinoamericana de mediados del siglo veinte. Allende también supo de victorias, de esas que convocan multitudes plebeyas, campesinas y obreras, como su inédito triunfo electoral en 1970.
Fue ideológicamente marxista. Portaba con orgullo con una mano la bandera roja de los trabajadores, y en la otra la tricolor de su amado Chile. Es que supo conjugar la revolución con el nacionalismo en una sola enseña antiimperialista, porque Allende siempre fue contrario a la hegemonía del capitalismo de Estados Unidos, tal como demuestra su participación en enero de 1966 en Cuba de la fundación de la “Tricontinental de los pueblos de Asia, África y América Latina”. Calificó tal acontecimiento como una “enorme muestra de la solidaridad entre los pueblos”.
Trabajó durante décadas para ayudar a forjar el sujeto revolucionario chileno, convencido como estaba que eran los trabajadores del campo y de las ciudades. Obreros y campesinos, pero no considerados sólo de forma individual sino colectiva, organizada y consciente. Para Allende la organización del pueblo, en la medida que es la suma de muchas voluntades y sentimientos, va construyendo al protagonista de las transformaciones sociales. Ahí está el origen del planteamiento de avanzar en derechos y en libertades, profundizando la democracia en una perspectiva socialista. Hay dos frases suyas que expresan esta convicción profunda: “La historia es nuestra y la hacen los pueblos” y “La revolución la hacen los pueblos, la revolución la hacen, esencialmente, los trabajadores” .
Allende siempre postuló el poder del pueblo como sinónimo de verdadera democracia. No sólo democracia política, sino democracia social y económica. Al fin y al cabo el origen del término “democracia” nos remite a Demos (Pueblo) y Kratos (Poder); por tanto no sólo significa el “gobierno del pueblo” sino el “poder del pueblo”. Durante el gobierno de izquierda de la “Unidad Popular” de 1970-1973 impulsó la organización autónoma de los trabajadores, de los sindicatos agrarios y los comités por la redistribución de las tierras, de los pobladores de barriadas pobres para la reforma de la propiedad urbana. He aquí una lección para los procesos de transformación en América Latina hoy: sin pueblo organizado y consciente no hay poder popular, sin poder popular no se podrá profundizar las transformaciones democráticas.
Allende fue un convencido de la necesidad de construir proyectos políticos revolucionarios con capacidad de convertirse en gobierno por voluntad del pueblo en las urnas, aunque eso signifique transitar por un terreno democrático formal cuyos poderes deónticos institucionalizados son conservadores del orden burgués. Este es el principal riesgo para los partidos revolucionarios: que terminen transformados ellos en organizaciones pasivas funcionales a ese conservadurismo –así mantengan una fraseología radical. Sólo si el gobierno se articula con los movimientos populares y de esa forma impulsa más medidas revolucionarias es que no fracasará en el intento. Resumía su concepción en la siguiente frase: “Nuestra victoria fue dada por la convicción, al fin alcanzada, de que sólo un Gobierno auténticamente revolucionario podría enfrentar el poderío de las clases dominantes”. Otra lección para América Latina, Allende no puede ser entendido sólo como “un demócrata”, eso es reducir la dimensión de su pensamiento, acción y legado, él era un demócrata revolucionario, por ello mismo socialista.
Pero hay otro riesgo mayor frente al que Allende poco pudo hacer: las Fuerzas Armadas. No basta el control constitucional del gobierno legítimo sobre los militares, porque como la experiencia chilena enseña de manera trágica, la oligarquía vulnera las leyes y la Constitución e instaura dictaduras militares si es que están en riesgo sus privilegios. Décadas después Hugo Chávez en Venezuela sacó las lecciones de esto postulando que en América Latina las revoluciones pueden ser pacíficas pero no indefensas, las revoluciones deben ser democráticas y lograr el respaldo de la base patriótica de las fuerzas armadas.
Cincuenta años después de su muerte, Salvador Allende –parafraseándolo- sigue iluminando esas grandes alamedas que se han abierto y por las pasan los pueblos libres para construir una sociedad mejor.