La élite conservadora de Estados Unidos usa una narrativa antimexicana para beneficiarse políticamente. Dentro de ésta, el narcotráfico ocupa un lugar predominante.
El pasado jueves 8 de febrero, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) expresó que “México no es piñata de nadie”, criticando con ello una práctica a la que recurren los políticos de raigambre conservadora en Estados Unidos (EE. UU.). Ésta consiste en proyectar al país latinoamericano como un peligro, avivando los temores de una población xenófoba, ofreciendo a cambio de su apoyo en las urnas “las soluciones” a ese peligro que se imagina al sur del Río Bravo.
En contextos electorales, esta práctica se intensifica y muchos políticos – principalmente, entre aquellos del partido Republicano– tienden a apuntar a suelo mexicano y responsabilizarlo de los problemas que ocurren en EE. UU., recurriendo para ello a narrativas llenas de estigmas y prejuicios.
El peligro atribuido a México adquiere diversos rostros, dependiendo de cómo se adapte la narrativa al contexto. Sin embargo, durante los últimos años, la promoción de estos argumentos antimexicanos se han centrado en dos principales figuras: la migración ilegal y el tráfico de drogas, particularmente, de fentanilo.
Si bien, la figura de la migración irregular ha ocupado el centro de las negociaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos en los últimos meses, el peligro que representa el narcotráfico mexicano – y que se extiende a toda la población por la narrativa xenófoba– también ha sido recuperado por los políticos estadounidenses de derecha en este contexto preelectoral, buscando amplificar el apoyo que reciben.
No obstante, el temor al narcotráfico en México no es algo nuevo entre la élite norteamericana, sino que representa un fantasma que ha alimentado las presiones diplomáticas de Estados Unidos a México desde, por lo menos, los años cuarenta, cuando en el país latinoamericano fue impulsada una política de drogas prohibitiva, en gran parte por presiones del vecino del norte.
La presión se intensificó a lo largo del siglo XX, conforme Washington se volvía más prohibitivo y elevaba su apuesta para “combatir” las drogas. Por ejemplo, luego de que en 1973 se fundara la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) –la institución clave para el combate al narcotráfico– y de que Ronald Reagan declarara “la guerra contra las drogas” en América Latina, se implementaría la Operación Cóndor en México en 1976.
La Operación Cóndor en México no buscaba – al menos, no explícitamente –combatir a las guerrillas de izquierda, sino a las organizaciones del narcotráfico, y consistió en el envío de unos 10 mil militares a la región conocida como “El Triángulo Dorado”, conformado por las sierras de Sinaloa, Chihuahua y Durango. El objetivo era destruir plantíos ilícitos de heroína y marihuana, bajo la tutela permanente de la DEA, por supuesto.
Más adelante, en los años ochenta, el gobierno norteamericano estableció el proceso de Certificación, el cual condicionaba la entrega de apoyos en materia económica y social hacia países con un alto índice de producción o transito de drogas, como Colombia o México, a cambio de que éstos asumieran íntegramente las políticas impulsadas por Norteamérica.
El uso del estigma relacionado con las drogas para fines políticos no es algo secreto para la sociedad norteamericana. En los años noventa, el asesor de política interior del expresidente Richard Nixon, John Ehrlichman, confesó la relación de la guerra contra las drogas y la estigmatización de poblaciones consideradas peligrosas para la sociedad blanca norteamericana: “Nosotros sabíamos que no podíamos volver ilegal estar en contra de la guerra o ser negro, pero si lográbamos que el público asociara a los hippies con marihuana y a los negros con heroína, y los criminalizábamos a ambos, podríamos quebrantar a sus comunidades”, confesó el exfuncionario al periodista Dan Baum en 1994.
Ahora bien, a raíz de los ataques del 11 de septiembre de 2001, diversos actores norteamericanos han planteado la posibilidad de que “el terrorismo” ingrese por su frontera sur, buscando con ello relacionar a grupos extremistas con organizaciones criminales mexicanas. Desde entonces, señalar a los narcotraficantes mexicanos como “terroristas” o asociados a éstos se convirtió en una narrativa que revive cada tanto entre políticos norteamericanos, tanto entre aspirantes a cargos públicos mediante elecciones como entre funcionarios de seguridad nacional en activo.
Por ejemplo, en 2010, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, mientras aseguraba que el gobierno de Estados Unidos podría ayudar más a México en su lucha contra las organizaciones criminales, señaló que éstas se comportaban cada vez más como terroristas o grupos insurgentes.
En 2011, durante una audiencia ante el Congreso norteamericano, la entonces encargada de la Seguridad Interna en Estados Unidos, Janet Napolitano, abundó sobre la posibilidad – aquí cabe recalcar: posibilidad– de que Los Zetas, la organización criminal considerada como “la más sangrienta” en México, estuvieran asociados con la organización extremista yihadista Al Qaeda. Meses después, luego de que el Departamento del Tesoro de Estados Unidos acusara a un libanés y supuesto lavador de dinero para Hezbolá, se comenzó a gestar la idea de que Los Zetas estaban vinculados con esta organización extremista libanesa.
Más recientemente, quizás el actor más destacable que replica esta narrativa sea el expresidente y actual precandidato presidencial por el partido Republicano, Donald Trump, quien en octubre de 2023 volvió a revivir una idea que había expuesto de manera privada cuando ocupó la presidencia: bombardear a los cárteles en nuestro país, con o sin el consentimiento de nuestras autoridades.
Otro de los actores que más han reivindicado la narrativa antimexicana para beneficiarse políticamente es el gobernador de Texas, Greg Abbott. En septiembre de 2022, Abbott declaró “terroristas” a las organizaciones mexicanas en su estado, nuevamente con la crisis del consumo de fentanilo que existe en su país como trasfondo. No obstante, el gobernador de Texas ha sido constante en las iniciativas y discursos que lanza en contra de la población migrante que busca cruzar la frontera con Estados Unidos.
En México, algunos actores como la periodista Anabel Hernández o el exministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, José Ramón Cossío, también han abrazado la hipótesis de que los cárteles de la droga mexicana “son terroristas”. Aunque esto ha ocurrido en momentos en los que se han experimentado ataques a civiles por organizaciones criminales, no deja de empatarse con las posturas de los republicanos, legitimándolas.
Por su parte, el gobierno actual no niega el carácter violento de las organizaciones criminales y reconoce que se han realizado ataques graves contra civiles; sin embargo, los asume como “propaganda criminal” de las organizaciones delictivas, manteniendo una distancia con el uso del término “terrorista”.
Ahora bien, nombrar a los cárteles de la droga como “terroristas” implicaría mayores herramientas para las autoridades norteamericanas de realizar intervenciones militares y financieras de carácter unilateral. Sin embargo, muchos actores en Estados Unidos también se han posicionado en contra de esta idea, sobre todo por las implicaciones que tendría en las relaciones económicas con nuestro país. Sin embargo, no resulta inocuo, ya que el uso de esta retórica podría seguir beneficiando a los políticos conservadores y nutrir otras políticas xenófobas, como ha ocurrido particularmente en Texas con Greg Abbott.