09/11/2023 (Ciudad de México). Desde la Colonia española que, en las tierras que hoy constituyen Bolivia, comenzó el año 1533, con la derrota y asesinato del máximo gobernante de la cultura de los quechuas, el Inka Atahuallpa, a manos de invasores españoles junto con aliados nativos, en esta parte de Sudamérica ha existido minería. Pero era una minería enclavada en las montañas de la Cordillera de Los Andes, en la parte occidental del país.
Durante la República, que se fundó en 1825, la actividad minera de la plata y el estaño continuó bajo el sistema capitalista, dando origen a grandes fortunas privadas, como la de los “Barones del Estaño”: Simón Patiño, Moritz Hotschild y Carlos Aramayo. En 1952 una revolución nacionalizó las minas de esos magnates, conformándose la “Corporación Minera de Bolivia” (COMIBOL) que dio inicio al ciclo estatal que duró hasta 1986, cuando al instaurarse el neoliberalismo, se despidió a 25.000 trabajadores mineros de la estatal y se privatizaron los centros mineros.
Gran parte de los mineros despedidos conformaron cooperativas, que al principio conservaron su naturaleza solidaria y mancomunada, pero por sus procesos de acumulación de capital inevitablemente comenzó la diferenciación social entre los socios más antiguos devenidos en una nueva burguesía y la gran mayoría de trabajadores jóvenes sin derecho a formar sindicato por un absurdo impedimento estatutario: “en las cooperativas todos somos iguales”.
De esa forma, una parte de esos emprendimientos se convirtieron en empresas mineras no formales, que conservaron el marbete cooperativo sólo a los fines de pagar menos impuestos y eludir el régimen laboral. Cuando esas empresas no formales se expandieron hacia las cabeceras de las selvas y ríos amazónicos de Bolivia, comenzó el auge de la minería del oro, generando desde hace 15 años graves problemas de contaminación de aguas y tierras que afectaron a poblaciones locales, forzando su desplazamiento hacia zonas menos contaminadas. Este período de expansión aurífera coincidió con el tiempo de gobierno de Evo Morales, que optó por una política pragmática de “dejar pasar” que ahora está pasando facturas ambientales.
Durante todo este tiempo, las depredadoras operaciones de los auríferos chocaron contra el régimen constitucional de protección de las reservas naturales que en Bolivia se llaman “Parques Nacionales”. Es lo único que ha podido frenar su expansión descontrolada.
Así se explica que, hace dos días, miles de mineros auríferos arribaron a la ciudad de La Paz, para realizar violentas movilizaciones exigiendo al gobierno de Luis Arce la otorgación de nuevas concesiones dentro de los Parques. Sus reclamos son ilegales ya que la Constitución prohíbe actividades mineras en las áreas protegidas que precisamente fueron así declaradas para preservar la naturaleza y la biodiversidad que albergan. Por este mismo motivo sus presiones han sido rechazadas por la ciudadanía en La Paz, que se organizó para salir a las calles marchando en defensa de los ríos y selvas bolivianos, afectados tanto por la sequía y los incendios forestales, como por la contaminación de tierras y aguas que causa la minería ilegal. El gobierno boliviano ha dicho públicamente que los mineros deben respetar los preceptos constitucionales por lo que no debería darse lugar a las concesiones que exigen.
Lo paradójico es que este conflicto social parece estar a contramano de lo que está ocurriendo en otros países latinoamericanos, como Ecuador donde un referéndum hace poco rechazó que se realicen actividades mineras y petroleras dentro del Parque Yasuni, o Panamá, donde hay una gran movilización para revocar un contrato con una transnacional minera canadiense-china que está dañando el Corredor Biológico Mesoamericano.