En 1963 Estados Unidos era un país fracturado en el que la lucha por los derechos civiles y la oposición a la guerra de Vietnam atravesaban la vida pública. Debilitado el “sueño americano” que adquirió gran impulso luego del triunfo en la segunda guerra mundial, que convirtió al capitalismo estadounidense en el más poderoso del planeta, sólo desafiado por contados países que intentaron una vía socialista, las calles de las principales ciudades (New York, Boston, Los Angeles, Chicago, San Francisco, entre muchas otras) se veían constantemente llenas de manifestantes y policías.
Entre esos manifestantes, inspirados por la dignidad rebelde de Rosa Parks que ocho años antes en el transporte público se negó a levantarse de un asiento que le decían “estaba reservado para blancos”, marchaba un tal Martin King, al que por sus profundas convicciones religiosas se le conocía por “Luther”.
Martin Luther King y Parks eran amigos, juntos fueron testigos de la violenta reacción de los sectores ultraconservadores frente a los movimientos sociales que dominaban la escena: de afroamericanos contra la discriminación, de universitarios contra la guerra, de mujeres por nuevos derechos. No bastó con la represión policial a sus protestas; la violencia escaló hasta lo inimaginable, como el atentado en la ciudad de Birmingham (Alabama) donde una bomba colocada por el Ku Klux Klan en una iglesia bautista, mató a cuatro muchachas e hirió a 22 niños. No importaba que King y su movimiento utilizaran métodos pacifistas, la respuesta seguía siendo violenta.
El 28 de agosto de 1963 una multitud de un cuarto de millón de personas provenientes de todo el país realizó una movilización -la más grande de la historia de Estados Unidos- hacia la ciudad de Washington. Demandaban el fin de la segregación racial en las escuelas públicas, un ley que no sea sólo declarativa sobre los derechos civiles y que incluya el fin de la discriminación laboral, la protección de la vida de los activistas de los derechos civiles, un salario mínimo para todos los trabajadores sin ninguna distinción.
Fue en esa ocasión, hace sesenta años, que Luther King pronunció en su discurso sus famosas palabras: “I have a dream” (tengo un sueño). Debo citar así sea una pequeña parte de esta pieza magistral de oratoria: “También hemos venido a este lugar sagrado para recordarle a Estados Unidos la urgencia feroz del ahora. Este no es tiempo para entrar en el lujo del enfriamiento o para tomar la droga tranquilizadora del gradualismo. Ahora es el tiempo de elevarnos del oscuro y desolado valle de la segregación hacia el iluminado camino de la justicia racial”.
Sesenta años después, el sueño de este hombre sigue luchando por cumplirse. Esta sábado pasado, otra multitud, esta vez de cien mil personas, volvieron a marchar en Washington contra el racismo, el respeto a los derechos conquistados y contra la violencia policial. Esta vez le tocó a Bernice King, hija del reverendo asesinado en 1968, reflexionar: “Vivimos en una época en la que hay una generación más joven que cree que la generación de mi padre y los que vinimos después no hicimos lo suficiente. La libertad nunca se gana de verdad. Se gana y se gana en cada generación. La respuesta es la persistencia”.
Casi al mismo tiempo que en Washington se desarrollaba la marcha, en la ciudad de Jacksonville, en el Estado de Florida, al menos tres personas afroamericanas morían en un supermercado por el ataque de un agresor de 21 años de edad que dejó un manifiesto de supremacismo blanco, y que les disparó una pistola Glock y un fusil semiautomático AR-15, que tenía una esvástica pintada.
Esta sigue siendo la triste realidad hoy. No es que nada cambió desde ese momento que Luther King marchaba en Washington. Pero se puede decir que el retroceso en derechos que se vive en estos momentos en Estados Unidos pone a las denominadas minorías ante enormes riesgos.